YO DIGO SÍ A LA PAZ

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martes, 30 de septiembre de 2014

MINERÍA, MEDIO AMBIENTE Y POSCONFLICTO

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


Se puede decir con mediana certeza que en Colombia diversas actividades económicas, legales e ilegales, y los asentamientos humanos urbanos y rurales,  formales e informales, se vienen desarrollando sin mayores consideraciones ambientales. Es decir, sin tener en cuenta las características  y los límites de resiliencia de los ecosistemas naturales intervenidos y mucho menos, sin medir el valor estratégico, social y cultural que tienen o se le atribuyen a los mismos.

Para el caso de las actividades legales, se espera una mayor conciencia ambiental de parte de quienes las lideran y desarrollan. Pero sucede que estar dentro de la legalidad no es garantía de respeto de las normas, de las leyes y mucho menos, de los límites de resiliencia, pero especialmente, del valor social, ambiental y cultural que acompaña a muchos de los ecosistemas intervenidos por actividades como la minería a gran escala, y las que se implementan a través de proyectos agroindustriales  y agropecuarios que de tiempo atrás se diseminan a lo largo y ancho del país con especial fruición por parte de poderosos agentes privados. Frente a las actividades ilegales no es necesario insistir en que de estas no se pueden esperar mayores consideraciones y responsabilidades ambientales.

Las dinámicas de un largo conflicto armado interno también vienen generando impactos negativos en zonas biodiversas y frágiles medianamente protegidas por un Estado que deviene lábil para proteger, conservar y aprovechar de manera sustentable recursos de una admirable biodiversidad.

Y en esas complejas expresiones de la guerra interna aparecen acciones legales e ilegales que terminan, de muchas maneras, afectando el medio ambiente. Por ejemplo, la instalación de campamentos guerrilleros, los patrullajes, así como la captura y consumo de animales, que bien pueden terminar en procesos claros de defaunación. Los mismos combates generan, en fauna y flora, impactos ambientales que aún están por medirse. Entre tanto, las acciones legales de la fuerza pública también generan impactos negativos en ecosistemas naturales. Baste con pensar en los efectos que dejan los bombardeos ejecutados por la fuerza aérea en bosques y ecosistemas hídricos.

Ahora que dos de los actores armados del conflicto negocian el fin del conflicto en La Habana, el tema ambiental adquiere importancia y valor no porque de manera transversal atraviese los seis puntos de la agenda de negociación, sino por cuenta del reciente anuncio del vice ministro de Minas, César Díaz, quien aseguró que la minería será "el gran jugador en el postconflicto" en el país como generador de empleo y de recursos para las regiones. Díaz aludió así al proceso de paz que el Gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) desarrollan en La Habana desde noviembre de 2012 y que busca poner fin a cinco décadas de conflicto que enfrenta el país[1].
Un anuncio trascendental que no puede dejar de mirarse en el contexto de un Ministerio del Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible debilitado, por unas CAR cooptadas por mafias clientelares y claro está, por las decisiones de política ambiental del Gobierno de Santos que no sólo autoriza el uso de la técnica del fracking, sino que ofrece entregar licencias ambientales de manera expedita y sin mayores consideraciones socio ambientales.
¿Qué características tendrán los escenarios de posconflicto que se vayan a diseñar en el país, una vez se ponga fin al conflicto armado, si desde ya el país, legal y el ilegal, se la juegan por la mega y la mediana minería? Lo más probable es que al financiar el posconflicto con proyectos mineros, el país termine en unos pocos años envuelto en conflictos socio ambientales que muy seguramente serán resueltos de manera violenta, dado que el monopolio de las armas aún no lo tiene el Estado colombiano.
Los recursos económicos que se necesitan para financiar el posconflicto deben salir no sólo de la explotación de los recursos del subsuelo, sino de una reforma tributaria que de verdad obligue a pagar más impuestos a los grandes ‘Cacaos’ y ricos del país. Se requiere, además, echar para atrás las exenciones de impuestos a grandes empresas que poco empleo generan en el país. El anuncio del Presidente Santos en el sentido de que el Gobierno ahorrará un billón de pesos[2] va en la dirección correcta, pero no es suficiente pues siguen enquistadas mafias clientelares dentro del Estado que desangran el erario.
Al no tener la suficiente institucionalidad para ejercer veeduría y control fiscal y ambiental de los proyectos mineros (mega, mediana y pequeña minería), el país podría enfrentar en el mediano plazo problemas de abastecimiento de agua bien por la contaminación de fuentes hídricas  o por los efectos que dejan en los cauces las retroexcavadoras que de manera desesperada buscan oro en las entrañas de los ríos.
De llegarse a un final feliz en La Habana, los colombianos disfrutarán de una paz y de un posconflicto con unos costos ambientales que aún el país no alcanza a dimensionar. Me pregunto: ¿para qué un país en paz, cuando la calidad de vida, los derechos a un ambiente sano  y la viabilidad misma de los proyectos y planes de vida de comunidades indígenas, afros y campesinas quedarán en vilo por cuenta de un boom minero que ilumina y da vida a un nuevo Dorado? Termino con esta pregunta: ¿para qué el molino si no hay viento?

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