Por
Germán Ayala Osorio, comunicador social
y politólogo
El
proceso de paz de La Habana es, y será, por mucho tiempo, el hecho político que
sirvió para que la polarización política e ideológica que se respira en Colombia,
se profundizara aún más. Alrededor de este, se han congregado no solo fuerzas
políticas de izquierda, centro y derecha, sino toda suerte de colombianos, bien
para apoyar los diálogos y lo que las partes logren acordar, o por el
contrario, para desconocer la importancia y la urgente necesidad de ponerle fin
al conflicto armado interno.
Aunque
la polarización política que hoy se evidencia en el país en torno a la paz y frente
a otros asuntos públicos, no la generó el Proceso de Paz en sí mismo, no podemos
desconocer que las circunstancias en las que se han desarrollado las
negociaciones y la “mala” prensa, han coadyuvado para convulsionar a una
siempre cambiante y manipulable opinión pública. Me pregunto: ¿Qué inspira y en
qué se soportan los altos niveles de polarización política que vive Colombia
desde 2002?
La
existencia otoñal de las guerrillas inspira y facilita el enfrentamiento
político e ideológico entre los colombianos. Y es así, porque cientos de miles
de compatriotas consideran aún, que el único y real problema de Colombia,
radica en la presencia de estos grupos armados. Primer error y elemento
generador de controversias entre quienes tienen la posibilidad y capacidad de
comprender las circunstancias contextuales que legitimaron el levantamiento de
esas guerrillas contra el Estado, y aquellos que aún siguen pensando en que el
orden establecido, per se, deviene
legítimo y “perfecto”. Obviamente que entre estas orillas de pensamiento, hay
matices, perspectivas e ideas que hay que reconocer.
De
esta manera, la corrupción política, el fallido centralismo bogotano, la
debilidad de las instituciones del Estado, el negativo liderazgo de unas élites
que jamás supieron guiar a la Nación y ser referentes éticos de orden social y,
una baja cultura política, entre otras circunstancias contextuales, se
convierten en factores “pasables” y “soportables”, frente a la presencia de las
guerrillas y las acciones de guerra, barbaridades y los ecocidios cometidos por
estas que, huelga decir, poco o nada han tenido de revolucionarias.
En
un segundo momento, aparece el tema de cómo enfrentar el problema de las
guerrillas. Y allí entonces, la polarización y las controversias se concentran
en dos únicas salidas: por las buenas, o por las malas. Es decir, de un lado
aparecen aquellos colombianos que siguen convencidos, a pesar de que los hechos
demuestran lo contrario, que la única forma de solucionar “el problema de la
guerrilla” es bombardeándolas y dándoles bala. Del otro lado, aparecen aquellos
colombianos que creen en que es posible ponerle fin a las hostilidades y al
conflicto mismo, a través de la negociación política, la firma de un armisticio
y la reintegración de los subversivos a la sociedad que poco o nada hizo para
ofrecerles, en especial a los guerrilleros de base, otras opciones de vida.
Lo
que vivió Colombia entre 2002 y 2010, claramente coadyuva a la polarización
entre guerra y paz, entre buenos y malos, entre ciudadanos de bien y guerrilleros vestidos de civil. Lo que
hizo Uribe Vélez en sus ocho años, fue sentar las bases sociales, políticas y
culturales, en las que hoy se funda, se sostiene y se reproduce la fuerte,
inconveniente y peligrosa polarización política que en torno a la paz, se
respira en Colombia.
En
ese largo, oscuro e inquietante periodo
de gobierno, Uribe, como jefe de Estado y de Gobierno, dispuso de toda la
capacidad operativa, militar y coercitiva no solo para atacar a las guerrillas,
sino para perseguir a quienes pensaran distinto y desconocieran los principios
y los valores del unanimismo político y los forzosos consensos que logró
generar con el concurso de la gran prensa bogotana.
Y
allí, a través del ejercicio del poder autocrático, por fuera de las
instituciones y de la aplicación de la política de seguridad democrática, logró
inocular entre los colombianos la duda, el miedo, la desconfianza y el recelo.
Al final, después de ocho años, pensar distinto, creer en la paz, defender los
derechos humanos, cuestionar a los gobernantes y la legitimidad del Estado, se
convirtió en una forma de violencia y por ese camino, en motivo y factor
suficiente para impedir la discusión civilizada de asuntos públicos.
Puede
pensarse que si el proceso de paz de La Habana termina bien, los niveles de
polarización política deberán disminuir sustancialmente. Es posible, pero lo
dudo. Y lo dudo, porque Uribe Vélez, y su Centro Democrático y el Procurador
General de la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado, entre otros, seguirán, desde
el Congreso, oponiéndose al Proceso y a las iniciativas legislativas del
Gobierno de Santos encaminadas a facilitar la firma del fin del conflicto;
y a partir de octubre de 2015, esos
mismos actores, con el concurso de los gobernadores, alcaldes, diputados y
concejales que muy seguramente lograrán poner, se opondrán a todas aquellas políticas de carácter
nacional, regional y local, que en perspectiva de paz territorial, estén
pensadas para construir y consolidar escenarios de posacuerdos y ojalá, de
posconflicto.
Es claro, también, que en estos altos niveles de
crispación y convulsión de la opinión pública en torno a la búsqueda del fin
del conflicto, elementos y factores como la ignorancia de la historia, la
terquedad, el unanimismo mediático, la baja cultura política y el miedo a
reconocer que el Otro puede tener la razón, han venido jugando un lugar
protagónico en la consolidación de la polarización política que hoy se
evidencia en el país. Por ese camino, entonces, debemos prepararnos para vivir
y convivir en medio de una convulsionada opinión pública y muy seguramente, a
reacciones violentas, de aquellos colombianos que parecen temerle a la paz.
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