Por Germán Ayala Osorio
Introducción
El
Estado, como orden político, social, cultural y económico, es una suerte de
forma de dominación soportada en dos monopolios, a saber: el primero, el de
violencia física, conocida también como el Monopolio Legítimo de la Violencia[1] y el
segundo, el poder para imponer gravámenes (N. Elias). Esta noción y aspiración,
hizo o hace parte del discurso hegemónico de lo que Arturo Escobar llama la
euromodernidad. De allí, que muchos señalemos que el Estado colombiano sea
premoderno, por no “cumplir” con esas dos condiciones.
Esa
forma de dominación humana, desde la perspectiva del proyecto hegemónico de la
Modernidad (Colonialidad), se fundó sobre el reconocimiento y defensa de la
propiedad privada. De esta forma, el Estado se erige como una figura de
dominación territorial, política[2] y de
organización social, en la perspectiva de asegurar la convivencia en el marco
de una idea generalizada de progreso, paz, convivencia y evolución humana. El
Estado jerarquiza y por ese camino, establece niveles de dominación desde sus
propias huestes y en relación con ciertos grupos sociales.
De
esta manera, el Estado-nación moderno se erige como máxima y única autoridad
política (pública) en el entendido de que lo público supera los asuntos
internos propios de las acciones estatales, para arropar a todos los espacios y
los asuntos de una vida humana que urge desarrollarse en condiciones de
certidumbre, tranquilidad y paz, sin que ello signifique que la guerra y los
conflictos violentos y no violentos, en su resolución, queden proscritos por la
consolidación de ese tipo de orden político, social y cultural.
Por
el contrario, la idea de un Estado fortalecido militarmente puede convertirse
en un riesgo y una amenaza para otros Estados y, por supuesto, para quienes, dentro
de un territorio, están sujetos al ejercicio de su autoridad, especialmente,
cuando desde las instancias de poder del Estado, se define un enemigo interno y
se persigue a quienes son catalogados como sus colaboradores, simpatizantes y
aupadores. De igual manera, cuando desde el Estado, con la presión de agentes
privados que lo han cooptado, se definen como disonantes a comunidades en particular o grupos étnicos[3].
Este
texto pretende conectar las lecturas de los libros Sobre el Estado de Pierre
Bourdieu[4]
(2014), Pensar sin Estado, de Ignacio Lewkowicz (2006) y La Captura y reconfiguración cooptada del
Estado en Colombia, de Luis Jorge Garay (2008). Inicio con el documento de
Pierre Bourdieu:
El
Estado se reproduce así mismo en tanto desde la acción de varios agentes, entre
ellos, la Academia, las fuerzas armadas, la historia oficial, los medios de
comunicación, servidores públicos y los ciudadanos, entre otros, su presencia y
poder se van naturalizando, de tal
forma, que como referente de autoridad, va ganando espacio y legitimidad dentro
del espectro público del que se espera que sea lo más amplio posible y, por
supuesto, dentro del específico espectro de lo público-estatal.
Bourdieu
duda de la existencia del Estado y deja en las múltiples representaciones
históricas y en la tradición, su reconocimiento como fuerza ordenadora de la
vida humana. Dice Bourdieu que “….en el
análisis histórico de las relaciones establecidas entre sociología y Estado,
corríamos el riesgo de aplicar al Estado una idea de Estado e insistía en el
hecho de que nuestras ideas, las estructuras mismas de la conciencia con las
que construimos el mundo social y este objeto en concreto que es el Estado,
tiene muchas posibilidades de ser el producto del Estado”(2014, p. 13).
Hablar
del Estado, pensar sobre él y asumirlo como un objeto de estudio, deviene en
una fuerte dificultad en tanto lo que sobre este se diga, está, de origen,
impregnado de unas ideas ya preconcebidas, consensuadas y probadas de ese
objeto de interés que se llama Estado. Ideas estas que el propio Estado, a
través de sus instituciones, inocula en las personas, en sus asociados.
El
mismo Bourdieu intenta definir la nomenclatura Estado: “El Estado puede ser definido como un principio de ortodoxia, es decir,
un principio oculto que solo puede advertirse
en las manifestaciones del orden público, entendido a la vez como orden físico, como lo contrario del
desorden, de la anarquía, de la guerra civil, por ejemplo”(p, 15).
En
esa inicial definición se reconoce el elemento que aparece en las ideas de
Estado de Hobbes y Locke, en el sentido en que el Estado moderno era el estadio
a través del cual se superaba el Estado de naturaleza.
Esto es, la guerra y los escenarios de múltiples violencias en donde claramente
operaba y se imponía el poder del más fuerte.
Es
decir, que turbado el orden público, desde una perspectiva policial y de
violencia generalizada, el Estado se necesita para que instaure el orden,
imponga su autoridad y determine las reglas que la sociedad debe seguir. De
allí que, mirado como un contrato social,
el Estado debería de ser garante de paz y convivencia[5].
El
Estado, así concebido, respondería a un consenso social aparentemente no
forzado, con el que es posible pensar en las ideas de integración lógica e integración moral (p.15). Y
digo, aparentemente no forzado, porque el ejercicio de la violencia simbólica
no puede ser reconocido por todos los sujetos, ciudadanos u asociados a este
Estado, que si bien comparten un mismo territorio, no necesariamente lo hacen
con una misma educación y la capacidad para reconocer y separar acciones
propias de ejercicios de violencia física y simbólica y, por supuesto,
reconocer su confluencia en particulares hechos y situaciones en donde el
Estado ha hecho sentir su autoridad.
De
este modo, el Estado ejerce tanto una dominación física como simbólica. Y
precisamente, por esta condición, los (sus) agentes, hacen del Estado, para su
lograr su captura, un Campo de disputa, de luchas, solo malogradas cuando la
autoridad del Estado se ejerce con prácticas autoritarias.
Dice
Bourdieu al respecto que “esta definición
provisional consiste en afirmar que el Estado
es la base de la integración lógica y de la integración moral del mundo
social y, por eso mismo, el consenso fundamental sobre el mundo social que es
la propia condición de los conflictos sobre el mundo social” (p.15).
Luego,
Bourdieu intenta otra definición de lo que podría ser el Estado: “…podemos decir que el Estado es el principio
de organización del consentimiento como adhesión al orden social, a los
principios fundamentales del orden social, que es el fundamento necesario no
sólo de un consenso sino de la existencia misma de las relaciones que conducen
a un disenso” (p. 15-16).
Así
entonces, consenso y disenso, conflictos y tranquilidad, paz y guerra, serían
fuertes dicotomías sobre las cuales ese Estado operaría, en tanto él mismo es
una creación humana fundada en pulsiones y miedos, en el marco de una condición
humana que se mueve, pendularmente, entre Eros y Tanatos.
Todo
lo anterior, pone de presente los elementos de un contrato social (ocultamente
impuesto) suscrito entre aquellos que al querer vivir dentro de los límites de
un territorio, necesitan, creen o aspiran a vivir en condiciones mínimas de certidumbre
y de paz. Elementos como el interés colectivo, lo público, el bien común,
serían la razón de ser un Estado que operativamente cobra vida a través de un
Gobierno, que pudo ser elegido democráticamente, o puesto allí de facto.
El
Estado, entonces, sería (aparentaría) una especie de lugar neutral, una especie
de árbitro legítimo y ecuánime, capaz de dirimir conflictos y de generar
consensos. Una especie de gran monstruo,
como el Leviatán, o quizás, para muchos, como un Dios, o guía moral, que opera dentro de unas
aceptadas formas operacionales.
Al
respecto, Bourdieu sostiene que “esa
visión del Estado como cuasi Dios subyace en la tradición de la teoría clásica
y es el fundamento de la sociología espontánea del Estado que se expresa en lo
que a veces se llama la ciencia
administrativa, es decir, el discurso que los agentes del Estado producen a
propósito del Estado, verdadera ideología del servicio público y del bien
público” (p. 16). Esto significa que el Estado no es, por tanto, un ente o
figura para el bien común.
En
esa línea crítica y de duda frente a la idea de Estado, me permito hacer las
siguientes disquisiciones en torno del Estado, fincada la discusión en la
observación del caso colombiano: en su momento señalé que en Colombia no hay Estado. Y no hay Estado no solo por la
evidente inexistencia de una institucionalidad capaz de ordenar el territorio,
guiar moralmente la vida social y de establecer límites de quienes
históricamente vienen llegando al Estado, es decir, a la función pública, en la
perspectiva de reducir el sentido de lo público, del bien común.
“Si aceptamos la tesis de que no hay
Estado, entonces, ¿qué hay en Colombia? Hay gobernantes y gobiernos que
administran una metáfora, una idea, un imaginario y un concepto. Se administran
unos recursos y una infraestructura y quizás una suerte de actividades
simbólicas y fácticas que dan sentido y carácter de Estado a unas acciones y
decisiones que claramente se toman desde intereses de Gobiernos y gobernantes
que poco hacen para contrarrestar la debilidad del Estado. Gobiernos que ante
las exigencias de la actual etapa de la globalización corporativa, se
constituyen no en garantes de los intereses del Estado, en tanto defensor de lo
público no estatal y de la sociedad, sino en negociadores óptimos, flexibles y
eficientes que permiten la difusión e incursión de los agentes del mercado
hasta donde sea posible en el país y su territorio.
Y para ello se valen de las fuerzas
armadas para imponer un orden coyuntural sobre el que no existe la más mínima
intención y pretensión de hacerlo perenne. Igualmente, se apoyan en la
tradición y en diversas fuerzas de poder político y económico que hacen posible
que los nacionales de este país confíen en que de verdad existe el Estado, como
un tipo de orden capaz de garantizar condiciones dignas de vida para todos.
Presidentes, gobernadores y alcaldes
fungen como autoridades estatales, pero actúan como mandos regionalizados,
territoriales y lo más preocupante, sin la legitimidad necesaria que les permita,
entre ellos, edificar y consolidar un solo referente de Estado, desde el cual
se emane un ethos político
que guíe los encuentros discursivos y las prácticas cotidianas de quienes
comparten, en medio de notables diferencias, una idea de Nación.
Así las cosas, el Estado colombiano es
una fuerza ficticia que
actúa de manera centrífuga, lo que se traduce en la incapacidad de convocar y
de atraer a los ciudadanos, a empresarios, militares, banqueros y en general a
la sociedad civil para construir, entre todos, un país posible en el que se
brinden condiciones de vida digna para todos.
Un Estado así, envía mensajes confusos y
equívocos a sus ciudadanos, que tienden, de esta forma, a actuar de acuerdo con
parámetros, principios y valores sobre los cuales fincan sus intereses
individuales, dejando de lado y haciendo casi imposible edificar maneras
consensuadas de actuar con las que claramente se limiten y se pongan frenos a
los ímpetus de quienes actúan, de manera natural y naturalizada, desde un
interés particular.
En estos momentos el país y su
biodiversidad están en manos de empresas nacionales y multinacionales mineras
que de manera legal e ilegal explotan oro, carbón, ferroníquel, coltán y otros
recursos del subsuelo. Se suman a este escenario de dominación y de extracción,
guerrilleros, paramilitares y bandas criminales y la fantasmal presencia de la
Fuerza Pública, todos y cada uno de ellos aupando intereses particulares y de
gobierno, alejados, claro está, de un referente de orden colectivo.
Se hace aún más complejo el panorama para Colombia
cuando miramos las realidades regionales. La nación y un país de regiones como
el nuestro, que ha sido ‘obligado’ a vivir bajo una idea de Estado centralizado
y que ha fracasado como orden territorial, social y como símbolo de unidad
nacional. Un país que apenas si logra ocultar el carácter fragmentado con el
cual se ordenó el territorio, corre el riesgo de que aparezcan sectores que
sueñen con la posibilidad de una guerra de secesión o, por el contrario, que se
consolide el funcionamiento desunido y separado de un orden que exhibe inmensas
grietas y ficticios parámetros de vida pública” ( http://elpueblo.com.co/en-colombia-no-hay-estado/#ixzz3TFLFWLIC).
Ahora, volvamos a la lectura de Bourdieu, pero desde el lugar de
la tradición marxista. Desde allí, se lee que “el Estado no es un aparato orientado hacia el bien común, es un aparato
de contención, de mantenimiento del orden público pero en provecho de los
dominantes” (p.16). Esa definición “calza” perfecta con las circunstancias
en las que opera y deviene el Estado colombiano.
Y en la lectura cruzada propuesta, entre los tres autores, en
adelante presento algunas de las ideas planteadas por Luis Jorge Garay Salamanca
sobre la captura del Estado. Es importante y orientador traer a colación la
definición propuesta de la categoría Captura del Estado: “…Se ha definido como la acción de individuos, grupos o firmas, en el sector público y privado, que influyen
en la formación de leyes, regulaciones, decretos y otras políticas del
Gobierno, para su propio beneficio como resultado de provisiones ilícitas y no
transparentes de beneficios privados otorgados a funcionarios públicos” (Banco
Mundial, citado por Garay”(p. 16). El Estado necesita de agentes y
constituye agentes, para que estos produzcan y reproduzcan el Estado.
Todo lo anterior sirve para señalar que
cuando se habla de Estado, el consenso que sobre esta idea exista o se haya
construido, obedece a una tradición y a ejercicios hegemónicos que han
coadyuvado en buena medida a legitimarlo y a entronizar sus funciones dentro de
disímiles sociedades. Es decir, se piensa el Estado desde un pulcro e ideal
deber ser, que compromete no solo la función pública no estatal, sino la propia
público-estatal, en el contexto de unos territorios que requieren y demandan de
la presencia de un ordenamiento social, político, jurídico, cultural y social,
que a través de un contrato, se confía en ese tipo de orden que llamamos
Estado. Hablamos, entonces, de lo que hace el Estado, en términos de sus
funciones, pero dejamos ocultos o sin develar, elementos y circunstancias,
palpables y simbólicas, para las cuales el Estado ha sido concebido y que no
necesariamente están articuladas al agenciamiento del bien común y del Buen
vivir para todos.
En cuanto a la lectura de Ignacio
Lewkowicz, este autor se refiere a los cambios que el Estado-nación viene
sufriendo. Sostiene que se han dado dos tipos de conversiones o cambios: de un
lado, la conversión de los Estados-nación en técnico-administrativos y del otro
lado, y de manera simultánea, la conversión de los ciudadanos en consumidores
(p. 19). Mirar las funciones del Estado y centrarse en ellas, nos hace olvidar
el origen del Estado, el de sus agentes y el carácter ético-político de las
élites que de tiempo atrás, para el caso colombiano, le han cooptado y
capturado.
Si intentamos conectar lo expresado por
los tres autores, y lo concentramos a manera de una tesis, podemos señalar lo
siguiente: El Estado-nación ya no es el eje responsable y dinamizador de lo
público, en tanto, dentro de lo público, aparecen asuntos que competen a todos
los ciudadanos, su vida, seguridad y permanencia. Y por esa vía, lo público se
redujo a asuntos que solo le competen al Estado, es decir, dentro del campo o
del ámbito de lo público-estatal- administrativo. De forma paralela a estos
cambios, los ciudadanos se vienen transformando en clientes. Por esa vía, la
noción de pueblo desaparece y ahora se habla de gente. Y el panorama para la
noción histórica del Estado se enrarece más, cuando hay una toma de conciencia
alrededor de que ese tipo de orden deviene cooptado y capturado por mafias, por
élites de poder incapaces de convertirse en guías éticos y por la hegemonía del
poder.
Señala Lewkowicz que “el único soporte subjetivo del Estado ya no
es el ciudadano. Aparece el consumidor, y llegó para quedarse…”(p.25). Y
continúa en estos términos: “…lo que
desde las prácticas de los Estados
nacionales se instituye como soporte del
lazo social que habría de dar fundamento a esos Estados, lo que hace que un
pueblo sea un pueblo nación constituido es un intangible: su historia. A partir
de ahí, la hegemonía secular de la historia
como aparato ideológico de Estado. De ahí que la sociología no hallara
el soporte sustancial del lazo social: era instituido. De ahí también que la
historia no lo buscara: lo producía. Pero se despreocupó de la naturaleza del
lazo solo en la medida en que lo
producía. Las historias del siglo XX fueron masivamente historias nacionales,
historias que producían la sustancia nacional… La historia se constituye
entonces en el discurso hegemónico de los Estados nacionales porque hacer el
ser nacional… El ciudadano, entonces, se establece como el soporte subjetivo de
los Estados nacionales. El Estado se apoya sobre la nación que se apoya sobre
los ciudadanos… El proceso práctico (la praxis pública estatal) hoy está
liquidando el arraigo del Estado en la nación. El Estado actual ya no se define
prácticamente como nacional sino como técnico-administrativo, o
técnico-burocrático. La legitimación hoy no proviene de su anclaje en la
historia nacional sino de su eficacia en el momento en que efectivamente opera.
Los Estados nacionales ya no pueden funcionar
como marco natural o apropiado para el desenvolvimiento del capitalismo…” (p. 31).
Lewkowicz señala como responsable de
estas transformaciones al capital y sus dinámicas de reproducción, que hacen
que el Estado-nación, concebido históricamente, es hoy un obstáculo para el
crecimiento de los mercados globales y la consolidación de la globalización
corporativa y económica. En sus palabras, dice que “que el Mercado ya desbordó totalmente las fronteras nacionales. Se
constituyen microestados (Mercosur, Nafta, CEE) en los que las decisiones
económicas van mucho más allá de las
naciones. La interioridad nacional ya no es el marco propio de la operación del
capital. Su Estado-nación ya tiende a ser, bajo la supuesta sustancialidad de
las fronteras nacionales, un obstáculo para la reproducción ampliada del
capital. Una prueba indirecta de este proceso es la actualidad del discurso
histórico. La historia estuvo secularmente orientada a producir la sustancia
nacional. Sin embargo, desde hace unos quince o veinte años, enuncia
sistemáticamente que los Estados
nacionales son invenciones y no sustancias” (p. 31).
Así entonces, y ante las evidencias que
hay de que el Estado colombiano deviene cooptado y capturado por particulares,
lo que se ha construido en el país es un Estado privatizado o por lo menos, un
orden político con un empobrecido espíritu de lo público, aunque,
paradójicamente, los asuntos público-estatales funcionan, en la medida en que
ese Estado hace uso de su fuerza coercitiva y apela a elementos propios de la
violencia simbólica, para imponerse, a pesar de su relativa legitimidad. Ese
Estado, así, no es más que un Estado Hegemónico, en tanto se soporta en la
tradición y en el poder de unas fuerzas que lo hacen operar para mantener una
cultura dominante.
¿Y
estas disquisiciones, para qué?
Estas disquisiciones deberían servir para comprender los procesos históricos de poblamiento de los asentamientos Potrero Grande y El Poblado II. Y servirán, en la medida en que
entendamos la necesidad que subsiste de caracterizar el Estado local, siempre
mirándolo, en relación con el Estado central, esto es, la tradición, pero
también, teniendo en cuenta los reclamos y las demandas sentidas de la
sociedad, o de particulares comunidades. Y por supuesto, al examinar y
comprender los procesos de crecimiento de la ciudad y la evidente segregación
cultural, étnica, social, espacial, política y económica de comunidades
afrocolombianas, indígenas y campesinas, que han llegado a la capital del Valle
del Cauca, desplazados por las acciones y presiones de los actores armados que
participan del conflicto armado interno.
Y esa caracterización no se puede hacer
de manera exclusiva desde el análisis crítico de actuaciones estatales por la
vía del diseño e implementación de políticas públicas, en especial de aquellas
que tienen que ver con la “regularización” y/o “institucionalización” de
asentamientos como Potrero Grande. Hay que recoger las impresiones de la gente,
de las comunidades, y esculcar sus imaginarios y los ejercicios
representacionales que a diario hacen en torno al Estado local. De igual
manera, hay que revisar muy bien las correlaciones de fuerza que se dan, por
ejemplo, al momento en el que se establece un asentamiento informal y se
regulariza con el tiempo, a través de decisiones político-administrativas, de
las que el Estado local no participa solo, sino, y en muchas ocasiones, bajo la
presión de agentes privados o grupos de interés que presionan la legalización,
los traslados o la reubicación de comunidades, asentadas en el jarillón o en
otras zonas de alto riesgo y/o no aptas para la vida humana, en condiciones de
seguridad y dignidad.
Surgen, entonces, varias preguntas: ¿quién
piensa el Estado en Colombia? ¿Cuál ha sido el papel de la Universidad y de
otros actores de la sociedad civil, frente al papel y a las formas en las que
el Estado actúa? Pareciera que su autoridad y su presencia simbólica están
soportadas en la idea de mantener un Establecimiento y unas formas
tradicionales en las que se entiende y se pone a funcionar el sentido de lo
público no estatal. Por ejemplo, ¿cuál ha sido el papel de las Facultades de
Ingeniería y Arquitectura y los planes de estudio que tienen por objeto la
planificación urbana?
Existe una desconexión entre los
intereses de los particulares, de la gente, de la sociedad, del pueblo, y los
de un Estado que no representa a todos y que aún no se erige como guía moral de
esa sociedad.
Ahora bien, no podemos caer en la trampa
de señalar al Estado como el único responsable de lo que sucede en Colombia, en
lo que tiene que ver con las nefastas políticas de poblamiento y crecimiento de
ciudades como Cali. La sociedad, por el contrario, también es responsable, en
la medida en que ha permitido el tutelaje de un orden que se ha impuesto más
por la fuerza de la tradición y el uso de su poder coercitivo, que obedecer de
acuerdo a amplios consensos sociales y pactos de paz. De igual manera, esas
mismas comunidades son responsables porque han actuado exclusivamente desde sus
intereses particulares, no siempre sostenidos en precarias condiciones de vida,
sino y más bien, asociados a prácticas de aprovechamiento de oportunidades para
el aumento de ingresos familiares[6]
Así entonces, existen y se consolidan prácticas
culturales que de manera natural
devienen desconectadas de procesos civilizatorios que han dependido, más de
ejercicios de poder y sometimiento por parte del Estado, o de varios de sus
agentes, que de un proyecto político teleológicamente pensado para superar
problemas de baja cultura política, de respeto a las normas, a los derechos de
los demás, de incomprensión del sentido de lo público y en general, conciencia
colectiva e individual alrededor de la necesidad de actuar de manera
civilizada, ajustada a unas leyes éticamente concebidas y con efectos positivos
y de claro beneficio para las grandes mayorías.
En lo que concierne a las maneras
particulares con las que se construyen aún en Colombia barrios y barriadas,
como Potrero Grande y El Poblado II, hay que decir que subsiste una gran dosis
de informalidad. Dicha informalidad responde, en doble vía, a un proceso
histórico deficitario de consolidación del Estado, que se ha extendido a la
sociedad, en tanto ésta no es un cuerpo que de manera cohesionado actúe dentro
de lo público, para demandar respuestas estatales globales, de claro beneficio
colectivo.
Habrá que discutir muy bien para qué se
regularizan o legalizan asentamientos con un oscuro pasado en términos de su
agenciamiento y planeación. Y allí, es probable encontrar intereses privados
alrededor de esos procesos de regularización estatal de asentamientos subnormales o de desarrollo
humano incompleto.
Intereses
de agentes privados que actúan como Estado o que le han cooptado, que se
benefician de esas decisiones estatales, para desarrollar, hacia futuro,
grandes proyectos de infraestructura vial; o esperados beneficios de agentes
privados que buscan hacerse con la infraestructura de servicios domiciliarios
que empresas públicas-estatales han dejado.
De esta manera, la debilidad del Estado
central se expande a los ámbitos regional y local, lo que de inmediato pone de
presente, con fines de análisis, el papel que vienen jugando las élites, el que
juegan hoy en la etapa de negociación que se adelanta en La Habana y el que
jugarán de cara a la consolidación del posconflicto, en perspectiva
territorial. Recordemos que el Gobierno y las Farc vienen hablando de Paz
Territorial. Ello implicará que las inversiones y las transformaciones que
exige el posconflicto no responderán a un único modelo. Por el contrario, y de
acuerdo con el sentido de una Paz Territorial, los territorios más golpeados
por las dinámicas del conflicto armado interno, necesitarán de una mayor
atención por parte de los Estados nacional, regional y local.
Cali, como ciudad receptora de desplazados y con
graves problemas de violencia en barrios como Potrero Grande, deberá tener en
cuenta las condiciones en las que se piensa y se aplique la Paz Territorial. De
igual manera, habrá que examinar el talante ético-político de las comunidades
asentadas en las barriadas escogidas para el estudio, en perspectiva de
reconocer en ellas, cómo se han aceptado, pensado y participado de procesos
civilizatorios, en el sentido de incorporar normas, reglas de juego y formas
pacíficas para la resolución de conflictos y el establecimiento de relaciones
con el entorno, y por supuesto, con el propio Estado local.
De igual manera, valdría la pena discutir alrededor
de la presencia del Estado, cuando en el ejercicio de su autoridad, termina
legalizando unos terrenos que la ciudad, sus planificadores[7] y
élites, entre otras fuerzas y actores, históricamente los ha concebido como
territorios “vacíos de autoridad”, en los que solo es posible que sobrevivan
específicas identidades, sobre las cuales pesan simbólicas formas de exclusión:
afrodescendientes, indígenas y campesinos, que han llegado a la ciudad,
especialmente, huyendo de múltiples formas de violencia, asociadas o no a las
dinámicas del conflicto armado interno.
Por
lo anterior, el Estado, como ejercicio de dominación política, enseña a dominar
e inocula y naturaliza sus formas de coerción y dominación. Tanto así, que
varios agentes, estatales y privados, terminan pidiendo y exigiendo la
presencia del Estado, en espacios vacíos
de autoridad, en territorios sin historia, o que se ubican en fronteras y/o en periferias y que son
llamados como espacios en disputa, por diversos grupos armados o expresiones de
violencia física y simbólica, e incluso, porque allí, en esos territorios,
brotan formas de convivencia y relaciones sociales que no han necesitado del
Estado para mantenerse en el tiempo.
Dichas
formas de convivencia y ejercicios de autonomía y de construcción colectiva de
experiencias de vida, son vistos como experiencias no legítimas por agentes
estatales e incluso, por grupos de interés particular que, convencidos de que
el Estado moderno debe estar allí en esos territorios, por una naturalizada
necesidad, demandan la presencia de la autoridad estatal.
Hemos
interiorizado tanto la presencia y el poder del Estado, que asumimos que sin
este tipo de orden, no es viable la vida, la convivencia o proyecto humano
alguno.
Las
ideas de Ingrid Tovar resultas interesantes: “Por ejemplo, en la discusión
sobre el conflicto armado colombiano es
frecuente la queja por la <> del Estado en los
distintos territorios, por el <> en el que se encuentran
algunas regiones apartadas… Distintas voces se quejan de que el Estado colombiano no tenga
soberanía en todo el territorio y que <> el monopolio de
la violencia en las diversas regiones… Cuando nos quejamos de que el Estado no
hace presencia estamos reclamando la estatalización del espacio, la inscripción
del Estado en unas formas de ordenamiento espacial determinadas. Habría que
analizar las formas de organización espacial que <> la
presencia organizativa y burocrática del Estado y que, por lo general, se
consideran formas tradicionales o culturales de organización socio- espacial y
no formas políticas de producción del espacio”[8].
A
manera de tesis explicativa de lo que ha sucedido y sucede en Potrero Grande y
quizás en otros territorios del amplio, complejo y diverso
Distrito de Aguablanca, se propone: la consolidación y legalización de
barriadas como Potrero Grande, obedecen a procesos de segregación espacial,
cultural, étnica e identitaria, presionados por urbanizadores privados, élites
tradicionales y por el ejercicio del poder coercitivo de un Estado, que actúa
en escenarios públicos y público- estatales, bajo la idea de un orden que debe
responder a las conveniencias, demandas e intereses de reducidas familias y
grupos de poder, instalados de tiempo atrás dentro del Estado, con fines de
cooptación y captura.
De allí
que las decisiones político-administrativas del Estado local, con respecto a las
formas como se debe o, se puede ocupar el espacio del oriente de la Ciudad de
Cali, responden más a ejercicios de dominación política sectorial, asociados a
intereses privados, que el mismo Estado local se encarga de presentar, como si
fueran propios de su actuar político como orden imperante en lo colectivo. En
estos casos, el Estado deja de ser, o pasa de ser, un tipo de dominación
política pretendidamente colectiva, para convertirse en un orden privado,
dominado por unos pocos.
Imagen tomada de https://www.google.com.co/search?q=estado+bourdieu&espv=2&biw=1024&bih=636&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwj2uZ6K-brKAhVEax4KHT0JAXMQ_AUIBigB#imgrc=mUAi_PjeFH1WHM%3A
[1] Al respecto, Bourdieu dice: “hace ya
varios años rectifiqué la célebre definición
de Max Weber, que define el Estado (como el) <>, en la medida en que el monopolio
de la violencia simbólica es la condición de la posesión del ejercicio del
monopolio dela propia violencia física”. p. 14.
[2]
Ingrid Tovar, al respecto, señala que “me
gusta hablar de dominación política en general, porque el Estado-nación es solo
una forma histórica de tal dominación, porque no es un destino último, ni
necesario, ni deseable por sí mismo. Y además, porque, en cuanto tal, la
dominación estatal se articula, se apoya, se monta, se actualiza o se enfrenta
permanentemente con otras formas de dominación política”(página 119. Espacio, violencia y política: la auto
comprensión de la sociedad burguesa. El Estado no es el único actor, fuerza
u orden que actúa políticamente. Si bien las reglas de juego y el ordenamiento
jurídico-político lleva el sello y la impronta estatal, en él y con él,
compiten formas de dominación política que no necesariamente van de la mano de
los “objetivos estatales”. Formas de dominación que bien pueden ejercer
partidos políticos, sindicatos, comunidades de base que intentan dominar a
otras comunidades, así como ejercicios de dominación política ejercidos por
líderes políticos e incluso, por empresas y grupos de interés particular.
[3] En particular, la animosidad étnica
que puede agenciarse, desde el propio Estado, hacia gente pobre, afros,
campesinos e indígenas, justamente por la forma como el Estado responde y
enfrenta sus demandas, o las maneras como las desoye.
[4] Se
trata de la lectura de un capítulo intitulado, Clase del 18 de enero de 1990.
[5] Al decir de Bauman, “las naciones ya
no están seguras bajo la protección de
la soberanía política de los Estados, que antes funcionaba como garantía de la
vida perpetua. Esa soberanía ya no es lo que era: las pautas sobre las descansaba,
la autosuficiencia económica, militar y cultural, y la capacidad autárquica han
sido fracturadas, y la soberanía anda con muletas; inválida y claudicante, se
tambalea de una prueba de eficiencia física a otra. Las autoridades estatales
ni siquiera pretender ser capaces de garantizar la seguridad de los que tienen
a cargo ni están dispuestas a hacerlo; los políticos de todos los sectores manifiestan explícitamente que,
con las crudas demandas de eficiencia, competitividad y flexibilidad, ya <> la subsistencia de las redes de protección. (p.48 y 49.
En Busca de la Política).
[6] Se
dan casos, de pobladores que
ya tienen vivienda en otros lugares, o que sirven de testaferros a quienes
aprovechan el desorden del Estado en el manejo de bases de datos, de gente que
necesita vivienda o que debería de ser reparada porque son víctimas de despojo
y/o desplazamiento forzado.
[7] Apoyados en lo que plantea David
Harvey, se proponen las siguientes categorías de análisis: Inequidad Espacial y Ambiental(IEA): se expresa y manifiesta en las
condiciones en las que lo urbano se construye, esto es, al tipo y la
calidad de las instalaciones físicas no
homogéneas, que claramente definen y profundizan diferencias sociales,
económicas, culturales e identitarias, propias de una ciudad segregadora y de
una sociedad que vive profundas diferencias de clase. El ornato, la disposición
de zonas verdes y de parques para el goce colectivo, suelen indicadores claves
para medir el tipo de Inequidad Espacial y Ambiental que una ciudad ofrece.
Para el caso de asentamientos subnormales, de desarrollo humano incompleto y/o
invasiones del jarillón del río Cauca, la Inequidad Espacial y Ambiental
alcanza niveles máximos dado que los territorios ocupados de manera irregular
no son aptos para el desarrollo de la vida humana en condiciones de dignidad y
seguridad. De allí que para esos casos, se hable de Condiciones Especiales de Inequidad Espacial y Ambiental (CEIEA),
dado que están soportadas en una baja racionalidad tanto por parte de quienes
viven en dichos asentamientos, como por parte del Estado que lo permite y
legaliza a través de la prestación de servicios públicos y de otras actuaciones
administrativas. Imaginación Geográfica(IG):
para el caso que nos ocupa, la IG deviene atravesada por los intereses de urbanizadores
privados, el crecimiento desordenado de la ciudad, la debilidad del Estado y el
tipo de relaciones históricamente dadas entre el Estado y la sociedad; de igual
manera, la IG pasa por las exigencias y las aspiraciones de las víctimas del
desplazamiento forzado y por supuesto, el tipo y la calidad de las respuestas
(soluciones habitacionales) dadas por la operación, conjunta, entre el Estado y
los urbanizadores privados locales. Ahora bien, es claro que la IG, así dada, impone maneras de vivir y
gozar la ciudad, pero no siempre define los procesos de imaginación geográfica
de los pobladores que llegan a la urbe, huyendo de múltiples formas de
violencia política, social y económica, dado que estos arrastran un capital
cultural, que de alguna entra en conflicto con la IG, especialmente de los
urbanizadores privados. Son, justamente, las prácticas culturales de ciertos
grupos poblacionales, las que sirven para enfrentar y/o confrontar precarias
condiciones físicas y ambientales, que definen un tipo especial de ornato, que
se convierte en un factor de violencia simbólica.
[8] Página 120.
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