YO DIGO SÍ A LA PAZ

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martes, 7 de julio de 2015

REFLEXIONES SOBRE EL ESTADO: LECTURAS CRUZADAS DE TEXTOS DE PIERRE BOURDIEU, IGNACIO LEWKOWICZ Y LUIS JORGE GARAY

Por Germán Ayala Osorio

Introducción

El Estado, como orden político, social, cultural y económico, es una suerte de forma de dominación soportada en dos monopolios, a saber: el primero, el de violencia física, conocida también como el Monopolio Legítimo de la Violencia[1] y el segundo, el poder para imponer gravámenes (N. Elias). Esta noción y aspiración, hizo o hace parte del discurso hegemónico de lo que Arturo Escobar llama la euromodernidad. De allí, que muchos señalemos que el Estado colombiano sea premoderno, por no “cumplir” con esas dos condiciones.

Esa forma de dominación humana, desde la perspectiva del proyecto hegemónico de la Modernidad (Colonialidad), se fundó sobre el reconocimiento y defensa de la propiedad privada. De esta forma, el Estado se erige como una figura de dominación territorial, política[2] y de organización social, en la perspectiva de asegurar la convivencia en el marco de una idea generalizada de progreso, paz, convivencia y evolución humana. El Estado jerarquiza y por ese camino, establece niveles de dominación desde sus propias huestes y en relación con ciertos grupos sociales.

De esta manera, el Estado-nación moderno se erige como máxima y única autoridad política (pública) en el entendido de que lo público supera los asuntos internos propios de las acciones estatales, para arropar a todos los espacios y los asuntos de una vida humana que urge desarrollarse en condiciones de certidumbre, tranquilidad y paz, sin que ello signifique que la guerra y los conflictos violentos y no violentos, en su resolución, queden proscritos por la consolidación de ese tipo de orden político, social y cultural.

Por el contrario, la idea de un Estado fortalecido militarmente puede convertirse en un riesgo y una amenaza para otros Estados y, por supuesto, para quienes, dentro de un territorio, están sujetos al ejercicio de su autoridad, especialmente, cuando desde las instancias de poder del Estado, se define un enemigo interno y se persigue a quienes son catalogados como sus colaboradores, simpatizantes y aupadores. De igual manera, cuando desde el Estado, con la presión de agentes privados que lo han cooptado, se definen como disonantes a  comunidades en particular o grupos étnicos[3].

Este texto pretende conectar las lecturas de los libros Sobre el Estado de Pierre Bourdieu[4] (2014), Pensar sin Estado, de Ignacio Lewkowicz (2006) y  La Captura y reconfiguración cooptada del Estado en Colombia, de Luis Jorge Garay (2008). Inicio con el documento de Pierre Bourdieu:

El Estado se reproduce así mismo en tanto desde la acción de varios agentes, entre ellos, la Academia, las fuerzas armadas, la historia oficial, los medios de comunicación, servidores públicos y los ciudadanos, entre otros, su presencia y poder se van naturalizando, de tal forma, que como referente de autoridad, va ganando espacio y legitimidad dentro del espectro público del que se espera que sea lo más amplio posible y, por supuesto, dentro del específico espectro de lo público-estatal.

Bourdieu duda de la existencia del Estado y deja en las múltiples representaciones históricas y en la tradición, su reconocimiento como fuerza ordenadora de la vida humana. Dice Bourdieu que “….en el análisis histórico de las relaciones establecidas entre sociología y Estado, corríamos el riesgo de aplicar al Estado una idea de Estado e insistía en el hecho de que nuestras ideas, las estructuras mismas de la conciencia con las que construimos el mundo social y este objeto en concreto que es el Estado, tiene muchas posibilidades de ser el producto del Estado”(2014, p. 13).

Hablar del Estado, pensar sobre él y asumirlo como un objeto de estudio, deviene en una fuerte dificultad en tanto lo que sobre este se diga, está, de origen, impregnado de unas ideas ya preconcebidas, consensuadas y probadas de ese objeto de interés que se llama Estado. Ideas estas que el propio Estado, a través de sus instituciones, inocula en las personas, en sus asociados.

El mismo Bourdieu intenta definir la nomenclatura Estado: “El Estado puede ser definido como un principio de ortodoxia, es decir, un principio oculto que solo puede advertirse  en las manifestaciones del orden público, entendido a la vez  como orden físico, como lo contrario del desorden, de la anarquía, de la guerra civil, por ejemplo”(p, 15).

En esa inicial definición se reconoce el elemento que aparece en las ideas de Estado de Hobbes y Locke, en el sentido en que el Estado moderno era el estadio a través del cual se superaba el Estado de naturaleza. Esto es, la guerra y los escenarios de múltiples violencias en donde claramente operaba y se imponía el poder del más fuerte.

Es decir, que turbado el orden público, desde una perspectiva policial y de violencia generalizada, el Estado se necesita para que instaure el orden, imponga su autoridad y determine las reglas que la sociedad debe seguir. De allí que, mirado como un contrato social, el Estado debería de ser garante de paz y convivencia[5].

El Estado, así concebido, respondería a un consenso social aparentemente no forzado, con el que es posible pensar en las ideas de integración lógica e integración moral (p.15). Y digo, aparentemente no forzado, porque el ejercicio de la violencia simbólica no puede ser reconocido por todos los sujetos, ciudadanos u asociados a este Estado, que si bien comparten un mismo territorio, no necesariamente lo hacen con una misma educación y la capacidad para reconocer y separar acciones propias de ejercicios de violencia física y simbólica y, por supuesto, reconocer su confluencia en particulares hechos y situaciones en donde el Estado ha hecho sentir su autoridad.

De este modo, el Estado ejerce tanto una dominación física como simbólica. Y precisamente, por esta condición, los (sus) agentes, hacen del Estado, para su lograr su captura, un Campo de disputa, de luchas, solo malogradas cuando la autoridad del Estado se ejerce con prácticas autoritarias.

Dice Bourdieu al respecto que “esta definición provisional consiste en afirmar que el Estado  es la base de la integración lógica y de la integración moral del mundo social y, por eso mismo, el consenso fundamental sobre el mundo social que es la propia condición de los conflictos sobre el mundo social” (p.15).

Luego, Bourdieu intenta otra definición de lo que podría ser el Estado: “…podemos decir que el Estado es el principio de organización del consentimiento como adhesión al orden social, a los principios fundamentales del orden social, que es el fundamento necesario no sólo de un consenso sino de la existencia misma de las relaciones que conducen a un disenso” (p. 15-16).

Así entonces, consenso y disenso, conflictos y tranquilidad, paz y guerra, serían fuertes dicotomías sobre las cuales ese Estado operaría, en tanto él mismo es una creación humana fundada en pulsiones y miedos, en el marco de una condición humana que se mueve, pendularmente, entre Eros y Tanatos.

Todo lo anterior, pone de presente los elementos de un contrato social (ocultamente impuesto) suscrito entre aquellos que al querer vivir dentro de los límites de un territorio, necesitan, creen o aspiran a vivir en condiciones mínimas de certidumbre y de paz. Elementos como el interés colectivo, lo público, el bien común, serían la razón de ser un Estado que operativamente cobra vida a través de un Gobierno, que pudo ser elegido democráticamente, o puesto allí de facto.

El Estado, entonces, sería (aparentaría) una especie de lugar neutral, una especie de árbitro legítimo y ecuánime, capaz de dirimir conflictos y de generar consensos. Una especie de gran monstruo, como el Leviatán, o quizás, para muchos, como un Dios, o  guía moral, que opera dentro de unas aceptadas formas operacionales.

Al respecto, Bourdieu sostiene que “esa visión del Estado como cuasi Dios subyace en la tradición de la teoría clásica y es el fundamento de la sociología espontánea del Estado que se expresa en lo que a veces  se llama la ciencia administrativa, es decir, el discurso que los agentes del Estado producen a propósito del Estado, verdadera ideología del servicio público y del bien público” (p. 16). Esto significa que el Estado no es, por tanto, un ente o figura para el bien común.

En esa línea crítica y de duda frente a la idea de Estado, me permito hacer las siguientes disquisiciones en torno del Estado, fincada la discusión en la observación del caso colombiano: en su momento señalé que en Colombia no hay Estado. Y no hay Estado no solo por la evidente inexistencia de una institucionalidad capaz de ordenar el territorio, guiar moralmente la vida social y de establecer límites de quienes históricamente vienen llegando al Estado, es decir, a la función pública, en la perspectiva de reducir el sentido de lo público, del bien común.

“Si aceptamos la tesis de que no hay Estado, entonces, ¿qué hay en Colombia? Hay gobernantes y gobiernos que administran una metáfora, una idea, un imaginario y  un concepto. Se administran unos recursos y una infraestructura y quizás una suerte de actividades simbólicas y fácticas que dan sentido y carácter de Estado a unas acciones y decisiones que claramente se toman desde intereses de Gobiernos y gobernantes que poco hacen para contrarrestar la debilidad del Estado. Gobiernos que ante las exigencias de la actual etapa de la globalización corporativa, se constituyen no en garantes de los intereses del Estado, en tanto defensor de lo público no estatal y de la sociedad, sino en negociadores óptimos, flexibles y eficientes que permiten la difusión e incursión de los agentes del mercado hasta donde sea posible en el país y su territorio.
Y para ello se valen de las fuerzas armadas para imponer un orden coyuntural sobre el que no existe la más mínima intención y pretensión de hacerlo perenne. Igualmente, se apoyan en la tradición y en diversas fuerzas de poder político y económico que hacen posible que los nacionales de este país confíen en que de verdad existe el Estado, como un tipo de orden capaz de garantizar condiciones dignas de vida para todos.
Presidentes, gobernadores y alcaldes fungen como autoridades estatales, pero actúan como mandos regionalizados, territoriales y lo más preocupante, sin la legitimidad necesaria que les permita, entre ellos, edificar y consolidar un solo referente de Estado, desde el cual se emane un ethos político que guíe los encuentros discursivos  y las prácticas cotidianas de quienes comparten, en medio de notables diferencias, una idea de Nación.
Así las cosas, el Estado colombiano es una fuerza ficticia que actúa de manera centrífuga, lo que se traduce en la incapacidad de convocar y de atraer a los ciudadanos, a empresarios, militares, banqueros y en general a la sociedad civil para construir, entre todos, un país posible en el que se brinden condiciones de vida digna para todos.
Un Estado así, envía mensajes confusos y equívocos a sus ciudadanos, que tienden, de esta forma, a actuar de acuerdo con parámetros, principios y valores sobre los cuales fincan sus intereses individuales, dejando de lado y haciendo casi imposible edificar maneras consensuadas de actuar con las que claramente se limiten y se pongan frenos a los ímpetus de quienes actúan, de manera natural y naturalizada, desde un interés particular.
En estos momentos el país y su biodiversidad están en manos de empresas nacionales y multinacionales mineras que de manera legal e ilegal explotan oro, carbón, ferroníquel, coltán y otros recursos del subsuelo. Se suman a este escenario de dominación y de extracción, guerrilleros, paramilitares y bandas criminales y la fantasmal presencia de la Fuerza Pública, todos y cada uno de ellos aupando intereses particulares y de gobierno, alejados, claro está, de un referente de orden colectivo.
Se hace aún más complejo el panorama para Colombia cuando miramos las realidades regionales. La nación y un país de regiones como el nuestro, que ha sido ‘obligado’ a vivir bajo una idea de Estado centralizado y que ha fracasado como orden territorial, social y como símbolo de unidad nacional. Un país que apenas si logra ocultar el carácter fragmentado con el cual se ordenó el territorio, corre el riesgo de que aparezcan sectores que sueñen con la posibilidad de una guerra de secesión o, por el contrario, que se consolide el funcionamiento desunido y separado de un orden que exhibe inmensas grietas y ficticios parámetros de vida pública” ( http://elpueblo.com.co/en-colombia-no-hay-estado/#ixzz3TFLFWLIC).
Ahora, volvamos a la lectura de Bourdieu, pero desde el lugar de la tradición marxista. Desde allí, se lee que “el Estado no es un aparato orientado hacia el bien común, es un aparato de contención, de mantenimiento del orden público pero en provecho de los dominantes” (p.16). Esa definición “calza” perfecta con las circunstancias en las que opera y deviene el Estado colombiano.
Y en la lectura cruzada propuesta, entre los tres autores, en adelante presento algunas de las ideas planteadas por Luis Jorge Garay Salamanca sobre la captura del Estado. Es importante y orientador traer a colación la definición propuesta de la categoría Captura del Estado: “…Se ha definido como la acción de individuos, grupos o firmas,  en el sector público y privado, que influyen en la formación de leyes, regulaciones, decretos y otras políticas del Gobierno, para su propio beneficio como resultado de provisiones ilícitas y no transparentes de beneficios privados otorgados a funcionarios públicos” (Banco Mundial, citado por Garay”(p. 16). El Estado necesita de agentes y constituye agentes, para que estos produzcan y reproduzcan el Estado.
Todo lo anterior sirve para señalar que cuando se habla de Estado, el consenso que sobre esta idea exista o se haya construido, obedece a una tradición y a ejercicios hegemónicos que han coadyuvado en buena medida a legitimarlo y a entronizar sus funciones dentro de disímiles sociedades. Es decir, se piensa el Estado desde un pulcro e ideal deber ser, que compromete no solo la función pública no estatal, sino la propia público-estatal, en el contexto de unos territorios que requieren y demandan de la presencia de un ordenamiento social, político, jurídico, cultural y social, que a través de un contrato, se confía en ese tipo de orden que llamamos Estado. Hablamos, entonces, de lo que hace el Estado, en términos de sus funciones, pero dejamos ocultos o sin develar, elementos y circunstancias, palpables y simbólicas, para las cuales el Estado ha sido concebido y que no necesariamente están articuladas al agenciamiento del bien común y del Buen vivir para todos.
En cuanto a la lectura de Ignacio Lewkowicz, este autor se refiere a los cambios que el Estado-nación viene sufriendo. Sostiene que se han dado dos tipos de conversiones o cambios: de un lado, la conversión de los Estados-nación en técnico-administrativos y del otro lado, y de manera simultánea, la conversión de los ciudadanos en consumidores (p. 19). Mirar las funciones del Estado y centrarse en ellas, nos hace olvidar el origen del Estado, el de sus agentes y el carácter ético-político de las élites que de tiempo atrás, para el caso colombiano, le han cooptado y capturado.
Si intentamos conectar lo expresado por los tres autores, y lo concentramos a manera de una tesis, podemos señalar lo siguiente: El Estado-nación ya no es el eje responsable y dinamizador de lo público, en tanto, dentro de lo público, aparecen asuntos que competen a todos los ciudadanos, su vida, seguridad y permanencia. Y por esa vía, lo público se redujo a asuntos que solo le competen al Estado, es decir, dentro del campo o del ámbito de lo público-estatal- administrativo. De forma paralela a estos cambios, los ciudadanos se vienen transformando en clientes. Por esa vía, la noción de pueblo desaparece y ahora se habla de gente. Y el panorama para la noción histórica del Estado se enrarece más, cuando hay una toma de conciencia alrededor de que ese tipo de orden deviene cooptado y capturado por mafias, por élites de poder incapaces de convertirse en guías éticos y por la hegemonía del poder.
Señala Lewkowicz que “el único soporte subjetivo del Estado ya no es el ciudadano. Aparece el consumidor, y llegó para quedarse…”(p.25). Y continúa en estos términos: “…lo que desde las prácticas  de los Estados nacionales se instituye  como soporte del lazo social que habría de dar fundamento a esos Estados, lo que hace que un pueblo sea un pueblo nación constituido es un intangible: su historia. A partir de ahí, la hegemonía secular de la historia  como aparato ideológico de Estado. De ahí que la sociología no hallara el soporte sustancial del lazo social: era instituido. De ahí también que la historia no lo buscara: lo producía. Pero se despreocupó de la naturaleza del lazo solo en la medida  en que lo producía. Las historias del siglo XX fueron masivamente historias nacionales, historias que producían la sustancia nacional… La historia se constituye entonces en el discurso hegemónico de los Estados nacionales porque hacer el ser nacional… El ciudadano, entonces, se establece como el soporte subjetivo de los Estados nacionales. El Estado se apoya sobre la nación que se apoya sobre los ciudadanos… El proceso práctico (la praxis pública estatal) hoy está liquidando el arraigo del Estado en la nación. El Estado actual ya no se define prácticamente como nacional sino como técnico-administrativo, o técnico-burocrático. La legitimación hoy no proviene de su anclaje en la historia nacional sino de su eficacia en el momento en que efectivamente opera. Los Estados nacionales ya no pueden funcionar  como marco natural o apropiado para el desenvolvimiento  del capitalismo…” (p. 31).
Lewkowicz señala como responsable de estas transformaciones al capital y sus dinámicas de reproducción, que hacen que el Estado-nación, concebido históricamente, es hoy un obstáculo para el crecimiento de los mercados globales y la consolidación de la globalización corporativa y económica. En sus palabras, dice que “que el Mercado ya desbordó totalmente las fronteras nacionales. Se constituyen microestados (Mercosur, Nafta, CEE) en los que las decisiones económicas van mucho más allá  de las naciones. La interioridad nacional ya no es el marco propio de la operación del capital. Su Estado-nación ya tiende a ser, bajo la supuesta sustancialidad de las fronteras nacionales, un obstáculo para la reproducción ampliada del capital. Una prueba indirecta de este proceso es la actualidad del discurso histórico. La historia estuvo secularmente orientada a producir la sustancia nacional. Sin embargo, desde hace unos quince o veinte años, enuncia sistemáticamente  que los Estados nacionales son invenciones y no sustancias” (p. 31).
Así entonces, y ante las evidencias que hay de que el Estado colombiano deviene cooptado y capturado por particulares, lo que se ha construido en el país es un Estado privatizado o por lo menos, un  orden político con un empobrecido espíritu de lo público, aunque, paradójicamente, los asuntos público-estatales funcionan, en la medida en que ese Estado hace uso de su fuerza coercitiva y apela a elementos propios de la violencia simbólica, para imponerse, a pesar de su relativa legitimidad. Ese Estado, así, no es más que un Estado Hegemónico, en tanto se soporta en la tradición y en el poder de unas fuerzas que lo hacen operar para mantener una cultura dominante.
¿Y estas disquisiciones, para qué?
Estas disquisiciones deberían servir para comprender los procesos históricos de poblamiento de los asentamientos Potrero Grande y El Poblado II. Y servirán, en la medida en que entendamos la necesidad que subsiste de caracterizar el Estado local, siempre mirándolo, en relación con el Estado central, esto es, la tradición, pero también, teniendo en cuenta los reclamos y las demandas sentidas de la sociedad, o de particulares comunidades. Y por supuesto, al examinar y comprender los procesos de crecimiento de la ciudad y la evidente segregación cultural, étnica, social, espacial, política y económica de comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas, que han llegado a la capital del Valle del Cauca, desplazados por las acciones y presiones de los actores armados que participan del conflicto armado interno.
Y esa caracterización no se puede hacer de manera exclusiva desde el análisis crítico de actuaciones estatales por la vía del diseño e implementación de políticas públicas, en especial de aquellas que tienen que ver con la “regularización” y/o “institucionalización” de asentamientos como Potrero Grande. Hay que recoger las impresiones de la gente, de las comunidades, y esculcar sus imaginarios y los ejercicios representacionales que a diario hacen en torno al Estado local. De igual manera, hay que revisar muy bien las correlaciones de fuerza que se dan, por ejemplo, al momento en el que se establece un asentamiento informal y se regulariza con el tiempo, a través de decisiones político-administrativas, de las que el Estado local no participa solo, sino, y en muchas ocasiones, bajo la presión de agentes privados o grupos de interés que presionan la legalización, los traslados o la reubicación de comunidades, asentadas en el jarillón o en otras zonas de alto riesgo y/o no aptas para la vida humana, en condiciones de seguridad y dignidad. 
Surgen, entonces, varias preguntas: ¿quién piensa el Estado en Colombia? ¿Cuál ha sido el papel de la Universidad y de otros actores de la sociedad civil, frente al papel y a las formas en las que el Estado actúa? Pareciera que su autoridad y su presencia simbólica están soportadas en la idea de mantener un Establecimiento y unas formas tradicionales en las que se entiende y se pone a funcionar el sentido de lo público no estatal. Por ejemplo, ¿cuál ha sido el papel de las Facultades de Ingeniería y Arquitectura y los planes de estudio que tienen por objeto la planificación urbana?
Existe una desconexión entre los intereses de los particulares, de la gente, de la sociedad, del pueblo, y los de un Estado que no representa a todos y que aún no se erige como guía moral de esa sociedad.
Ahora bien, no podemos caer en la trampa de señalar al Estado como el único responsable de lo que sucede en Colombia, en lo que tiene que ver con las nefastas políticas de poblamiento y crecimiento de ciudades como Cali. La sociedad, por el contrario, también es responsable, en la medida en que ha permitido el tutelaje de un orden que se ha impuesto más por la fuerza de la tradición y el uso de su poder coercitivo, que obedecer de acuerdo a amplios consensos sociales y pactos de paz. De igual manera, esas mismas comunidades son responsables porque han actuado exclusivamente desde sus intereses particulares, no siempre sostenidos en precarias condiciones de vida, sino y más bien, asociados a prácticas de aprovechamiento de oportunidades para el aumento de ingresos familiares[6]
Así entonces, existen y se consolidan prácticas culturales que de manera natural devienen desconectadas de procesos civilizatorios que han dependido, más de ejercicios de poder y sometimiento por parte del Estado, o de varios de sus agentes, que de un proyecto político teleológicamente pensado para superar problemas de baja cultura política, de respeto a las normas, a los derechos de los demás, de incomprensión del sentido de lo público y en general, conciencia colectiva e individual alrededor de la necesidad de actuar de manera civilizada, ajustada a unas leyes éticamente concebidas y con efectos positivos y de claro beneficio para las grandes mayorías.
En lo que concierne a las maneras particulares con las que se construyen aún en Colombia barrios y barriadas, como Potrero Grande y El Poblado II, hay que decir que subsiste una gran dosis de informalidad. Dicha informalidad responde, en doble vía, a un proceso histórico deficitario de consolidación del Estado, que se ha extendido a la sociedad, en tanto ésta no es un cuerpo que de manera cohesionado actúe dentro de lo público, para demandar respuestas estatales globales, de claro beneficio colectivo.
Habrá que discutir muy bien para qué se regularizan o legalizan asentamientos con un oscuro pasado en términos de su agenciamiento y planeación. Y allí, es probable encontrar intereses privados alrededor de esos procesos de regularización estatal de  asentamientos subnormales o de desarrollo humano incompleto.
Intereses  de agentes privados que actúan como Estado o que le han cooptado, que se benefician de esas decisiones estatales, para desarrollar, hacia futuro, grandes proyectos de infraestructura vial; o esperados beneficios de agentes privados que buscan hacerse con la infraestructura de servicios domiciliarios que empresas públicas-estatales han dejado.
De esta manera, la debilidad del Estado central se expande a los ámbitos regional y local, lo que de inmediato pone de presente, con fines de análisis, el papel que vienen jugando las élites, el que juegan hoy en la etapa de negociación que se adelanta en La Habana y el que jugarán de cara a la consolidación del posconflicto, en perspectiva territorial. Recordemos que el Gobierno y las Farc vienen hablando de Paz Territorial. Ello implicará que las inversiones y las transformaciones que exige el posconflicto no responderán a un único modelo. Por el contrario, y de acuerdo con el sentido de una Paz Territorial, los territorios más golpeados por las dinámicas del conflicto armado interno, necesitarán de una mayor atención por parte de los Estados nacional, regional y local.
Cali, como ciudad receptora de desplazados y con graves problemas de violencia en barrios como Potrero Grande, deberá tener en cuenta las condiciones en las que se piensa y se aplique la Paz Territorial. De igual manera, habrá que examinar el talante ético-político de las comunidades asentadas en las barriadas escogidas para el estudio, en perspectiva de reconocer en ellas, cómo se han aceptado, pensado y participado de procesos civilizatorios, en el sentido de incorporar normas, reglas de juego y formas pacíficas para la resolución de conflictos y el establecimiento de relaciones con el entorno, y por supuesto, con el propio Estado local.
De igual manera, valdría la pena discutir alrededor de la presencia del Estado, cuando en el ejercicio de su autoridad, termina legalizando unos terrenos que la ciudad, sus planificadores[7] y élites, entre otras fuerzas y actores, históricamente los ha concebido como territorios “vacíos de autoridad”, en los que solo es posible que sobrevivan específicas identidades, sobre las cuales pesan simbólicas formas de exclusión: afrodescendientes, indígenas y campesinos, que han llegado a la ciudad, especialmente, huyendo de múltiples formas de violencia, asociadas o no a las dinámicas del conflicto armado interno.
Por lo anterior, el Estado, como ejercicio de dominación política, enseña a dominar e inocula y naturaliza sus formas de coerción y dominación. Tanto así, que varios agentes, estatales y privados, terminan pidiendo y exigiendo la presencia del Estado, en espacios vacíos de autoridad, en territorios sin historia, o que se ubican  en fronteras y/o en periferias y que son llamados como espacios en disputa, por diversos grupos armados o expresiones de violencia física y simbólica, e incluso, porque allí, en esos territorios, brotan formas de convivencia y relaciones sociales que no han necesitado del Estado para mantenerse en el tiempo.

Dichas formas de convivencia y ejercicios de autonomía y de construcción colectiva de experiencias de vida, son vistos como experiencias no legítimas por agentes estatales e incluso, por grupos de interés particular que, convencidos de que el Estado moderno debe estar allí en esos territorios, por una naturalizada necesidad, demandan la presencia de la autoridad estatal.

Hemos interiorizado tanto la presencia y el poder del Estado, que asumimos que sin este tipo de orden, no es viable la vida, la convivencia o proyecto humano alguno.

Las ideas de Ingrid Tovar resultas interesantes: “Por ejemplo, en la discusión sobre el conflicto armado  colombiano es frecuente la queja por la <> del Estado en los distintos territorios, por el <> en el que se encuentran algunas regiones apartadas… Distintas voces se quejan  de que el Estado colombiano no tenga soberanía en todo el territorio y que <> el monopolio de la violencia en las diversas regiones… Cuando nos quejamos de que el Estado no hace presencia estamos reclamando la estatalización del espacio, la inscripción del Estado en unas formas de ordenamiento espacial determinadas. Habría que analizar las formas de organización espacial que <> la presencia organizativa y burocrática del Estado y que, por lo general, se consideran formas tradicionales o culturales de organización socio- espacial y no formas políticas de producción del espacio”[8].  

A manera de tesis explicativa de lo que ha sucedido y sucede en Potrero Grande y quizás en otros territorios del amplio, complejo y  diverso  Distrito de Aguablanca, se propone: la consolidación y legalización de barriadas como Potrero Grande, obedecen a procesos de segregación espacial, cultural, étnica e identitaria, presionados por urbanizadores privados, élites tradicionales y por el ejercicio del poder coercitivo de un Estado, que actúa en escenarios públicos y público- estatales, bajo la idea de un orden que debe responder a las conveniencias, demandas e intereses de reducidas familias y grupos de poder, instalados de tiempo atrás dentro del Estado, con fines de cooptación y captura.

De allí que las decisiones político-administrativas del Estado local, con respecto a las formas como se debe o, se puede ocupar el espacio del oriente de la Ciudad de Cali, responden más a ejercicios de dominación política sectorial, asociados a intereses privados, que el mismo Estado local se encarga de presentar, como si fueran propios de su actuar político como orden imperante en lo colectivo. En estos casos, el Estado deja de ser, o pasa de ser, un tipo de dominación política pretendidamente colectiva, para convertirse en un orden privado, dominado por unos pocos.

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[1] Al respecto, Bourdieu dice: “hace ya varios años rectifiqué la célebre definición  de Max Weber, que define el Estado (como el) <>, en la medida en que el monopolio de la violencia simbólica es la condición de la posesión del ejercicio del monopolio dela propia violencia física”. p. 14.
[2] Ingrid Tovar, al respecto, señala que “me gusta hablar de dominación política en general, porque el Estado-nación es solo una forma histórica de tal dominación, porque no es un destino último, ni necesario, ni deseable por sí mismo. Y además, porque, en cuanto tal, la dominación estatal se articula, se apoya, se monta, se actualiza o se enfrenta permanentemente con otras formas de dominación política”(página 119. Espacio, violencia y política: la auto comprensión de la sociedad burguesa. El Estado no es el único actor, fuerza u orden que actúa políticamente. Si bien las reglas de juego y el ordenamiento jurídico-político lleva el sello y la impronta estatal, en él y con él, compiten formas de dominación política que no necesariamente van de la mano de los “objetivos estatales”. Formas de dominación que bien pueden ejercer partidos políticos, sindicatos, comunidades de base que intentan dominar a otras comunidades, así como ejercicios de dominación política ejercidos por líderes políticos e incluso, por empresas y grupos de interés particular.

[3] En particular, la animosidad étnica que puede agenciarse, desde el propio Estado, hacia gente pobre, afros, campesinos e indígenas, justamente por la forma como el Estado responde y enfrenta sus demandas, o las maneras como las desoye.

[4] Se trata de la lectura de un capítulo intitulado, Clase del 18 de enero de 1990.

[5] Al decir de Bauman, “las naciones ya no están seguras bajo la protección  de la soberanía política de los Estados, que antes funcionaba como garantía de la vida perpetua. Esa soberanía ya no es lo que era: las pautas sobre las descansaba, la autosuficiencia económica, militar y cultural, y la capacidad autárquica han sido fracturadas, y la soberanía anda con muletas; inválida y claudicante, se tambalea de una prueba de eficiencia física a otra. Las autoridades estatales ni siquiera pretender ser capaces de garantizar la seguridad de los que tienen a cargo ni están dispuestas a hacerlo; los políticos de todos  los sectores manifiestan explícitamente que, con las crudas demandas de eficiencia, competitividad y flexibilidad, ya <> la subsistencia de las redes de protección. (p.48 y 49. En Busca de la Política).

[6] Se dan casos, de pobladores que ya tienen vivienda en otros lugares, o que sirven de testaferros a quienes aprovechan el desorden del Estado en el manejo de bases de datos, de gente que necesita vivienda o que debería de ser reparada porque son víctimas de despojo y/o desplazamiento forzado.

[7] Apoyados en lo que plantea David Harvey, se proponen las siguientes categorías de análisis: Inequidad Espacial y Ambiental(IEA): se expresa y manifiesta en las condiciones en las que lo urbano se construye, esto es, al tipo y la calidad  de las instalaciones físicas no homogéneas, que claramente definen y profundizan diferencias sociales, económicas, culturales e identitarias, propias de una ciudad segregadora y de una sociedad que vive profundas diferencias de clase. El ornato, la disposición de zonas verdes y de parques para el goce colectivo, suelen indicadores claves para medir el tipo de Inequidad Espacial y Ambiental que una ciudad ofrece. Para el caso de asentamientos subnormales, de desarrollo humano incompleto y/o invasiones del jarillón del río Cauca, la Inequidad Espacial y Ambiental alcanza niveles máximos dado que los territorios ocupados de manera irregular no son aptos para el desarrollo de la vida humana en condiciones de dignidad y seguridad. De allí que para esos casos, se hable de Condiciones Especiales de Inequidad Espacial y Ambiental (CEIEA), dado que están soportadas en una baja racionalidad tanto por parte de quienes viven en dichos asentamientos, como por parte del Estado que lo permite y legaliza a través de la prestación de servicios públicos y de otras actuaciones administrativas. Imaginación Geográfica(IG): para el caso que nos ocupa, la IG deviene atravesada por los intereses de urbanizadores privados, el crecimiento desordenado de la ciudad, la debilidad del Estado y el tipo de relaciones históricamente dadas entre el Estado y la sociedad; de igual manera, la IG pasa por las exigencias y las aspiraciones de las víctimas del desplazamiento forzado y por supuesto, el tipo y la calidad de las respuestas (soluciones habitacionales) dadas por la operación, conjunta, entre el Estado y los urbanizadores privados locales. Ahora bien, es claro que la IG, así dada, impone maneras de vivir y gozar la ciudad, pero no siempre define los procesos de imaginación geográfica de los pobladores que llegan a la urbe, huyendo de múltiples formas de violencia política, social y económica, dado que estos arrastran un capital cultural, que de alguna entra en conflicto con la IG, especialmente de los urbanizadores privados. Son, justamente, las prácticas culturales de ciertos grupos poblacionales, las que sirven para enfrentar y/o confrontar precarias condiciones físicas y ambientales, que definen un tipo especial de ornato, que se convierte en un factor de violencia simbólica. 
[8] Página 120. 

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