Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Las múltiples formas de violencia
acaecidas en Colombia por fuera y dentro de las dinámicas del conflicto armado
interno, han llevado al país a una especie de aletargamiento moral[1] y a un acomodamiento ético[2], que terminan,
como circunstancias contextuales, afectando procesos comprensivos alrededor de
las condiciones en las que los hechos violentos sucedieron y suceden aún.
Sobre la base de ese aletargamiento moral, sectores mayoritarios
de la sociedad redujeron las múltiples expresiones de violencia política y no
política[3], a
una relación moralizante entre unos
catalogados como Buenos y otros
etiquetados como Malos.
Dicha reducción conceptual
termina por alimentar angustias, odios sociales y promover procesos
vindicativos bien a través de las vías de hecho (venganza propiamente dicha) o
la exigencia de normas y penas privativas de la libertad hacia o sobre aquellos
Malos que alguna vez osaron por levantarse contra el orden establecido y esos
otros que fueron instrumentos bélicos de aquellos que jamás aceptaron que la
democracia colombiana, al devenir históricamente restringida y formal, daba pie
y justificaba (bajo la idea de guerra justa) la presencia y las acciones de las
guerrillas, en el complejo contexto de los años 60 y 70.
Sobre ese mismo aletargamiento moral, amplios sectores
societales validaron y legitimaron el fenómeno paramilitar, por considerarlo
como una respuesta legítima ante las acciones ilegales y los desafueros de las
guerrillas.
Pero esa misma somnolencia moral les sirvió a los
promotores del paramilitarismo para ocultar el real proyecto político, social,
económico y cultural que diseñaron quienes desde instancias estatales y privadas,
promovieron, apoyaron y pusieron a andar
esa “exitosa” empresa criminal de claro carácter conservador.
Igualmente, ese aletargamiento moral y acomodamiento ético de cientos de
colombianos, sirvió para ocultar o minimizar las responsabilidades que les cabe
a los defensores y aupadores del Establecimiento, frente al auspicio del
paramilitarismo. Son claras las responsabilidades que recaen sobre específicas
élites de poder y actores de la sociedad civil.
Con todo y esas circunstancias,
el país ve avanzar el proceso de paz de La Habana, con el que posiblemente se
logre poner fin al conflicto armado interno entre el Estado y las Farc.
La pregunta que surge es la
siguiente: ¿cómo hacer para que la sociedad despierte de ese aletargamiento moral y de ese acomodamiento ético?
Creo que se pueden superar dichas
circunstancias con un decidido proceso pedagógico y de cambio cultural, que
debe estar soportado en los siguientes elementos orientadores: 1. El Estado,
como orden social y político, puede ser confrontado y de cara al posconflicto,
debe transformarse. 2. El levantamiento armado, legítimo para las
circunstancias de los años 60 y 70, hoy no tiene sentido, lo que de inmediato
obliga a la sociedad a exigir cambios en el funcionamiento de la democracia. 3.
La sociedad debe proscribir la guerra y las formas violentas de resolver las
diferencias, los problemas y los conflictos. 4. Quienes defienden el
Establecimiento deben hacerse conscientes de que han construido y consolidado
un orden social, político y económico injusto e inviable social, política y
ambientalmente. Y 5, superar la mirada moralizante y aceptar que por acción u
omisión todos somos co-responsables de lo sucedido en el país.
Solo un profundo cambio cultural
nos puede permitir, como sociedad, avanzar hacia la consolidación de estadios
de posconflicto, en los que de manera efectiva se logre vivir en paz, sobre la
base de aprender a dirimir nuestras diferencias de manera civilizada.
Necesitaremos de una ética
individual definida a partir de la separación clara entre lo legal y lo
ilegal y entre lo correcto y lo
incorrecto; así mismo, una moral pública, soportada en una idea del bien común
y del buen vivir para todos; estas ideas deberán estar alejadas de la moral
judeo cristiana desde la que actúa y “defiende” los derechos humanos y las
libertades, el Procurador Ordóñez Maldonado.
[1] En el sentido en el que la sociedad,
en su conjunto, no ha reaccionado para exigir el cese de esas formas de
violencia. Las expresiones sectoriales y coyunturales confirman la somnolencia
moral de una sociedad que al parecer se acostumbró a la muerte y a la violencia
generalizada. Es tal al aletargamiento
moral, que la búsqueda de la paz es motivo de conflicto, de polarizaciones y de
rencillas.
[2] En el sentido en el que los individuos, desde su ética, acomodan
sus principios y sus ideas de lo correcto y lo incorrecto, a fuerzas sociales y
políticas que han buscado confundir los orígenes del conflicto armado interno,
las circunstancias contextuales y las responsabilidades de las élites de poder
que han guiado los destinos del Estado e impuesto a la sociedad, un régimen
ilegítimo. Una ética acomodaticia hizo posible que proyectos políticos como el
de Uribe Vélez, que abiertamente violó los derechos humanos, la ley y que impuso
el Todo Vale, fuera visto ética y moralmente viable.
[3] Me refiero a formas de violencia como homicidios resultados de asaltos, atracos o
venganzas personales por cuestiones de dinero o asuntos pasionales.
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