Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
La crisis social y humanitaria
generada por las deportaciones y expulsiones[1]
masivas de colombianos por parte del régimen de Maduro, servirá en el mediano y
largo plazo para medir la capacidad de gestión del Gobierno de Santos y el real
poder del Jefe del Estado para movilizar recursos y transformar políticas e
instituciones para atender a sus compatriotas.
Si Santos, su gobierno y en
general el Estado colombiano no logran conjurar semejante crisis, el país
deberá aceptar que existe una débil institucionalidad[2] para
afrontar retos sociales y humanitarios como el que se presenta y que de cara a
la construcción de una Paz territorial,
el país terminaría incumpliendo lo acordado en La Habana, justamente, porque el
centralismo bogotano se erige como el gran obstáculo a vencer para poder
garantizar que el Estado llegue a zonas a donde jamás llegó o en las que hace
precaria presencia institucional.
Si Santos no logra atender de
manera satisfactoria la situación que viven cerca de 10 mil personas, según la
ONU, ¿cómo harán el Estado y el gobierno
de transición[3]
que se vendrá después de la firma del fin del conflicto en La Habana, para
garantizar el éxito de los procesos de reintegración social y económica de por
los menos 8.500 guerrilleros de las Farc?
Se trata, sin duda, de una prueba
de fuego que exige no solo imaginación e inventiva para responder las demandas
de los nacionales deportados y expulsados, sino el rediseño institucional y de políticas
sociales con las que se deberá asegurar el cumplimiento de los acuerdos que se
firmen en Cuba, en materia de reinserción y reintegración social, económica y
política de los guerrilleros desmovilizados.
La conexión entre los dos hechos
la facilita una verdad histórica: el Estado colombiano deviene débil, precario
y por lo tanto incapaz para evitar las obligadas migraciones de compatriotas
que por razones económicas buscaron en Venezuela un mejor futuro para sus
familias. Es tal la precariedad estatal, promovida en parte por tradicionales
grupos de poder a los que les conviene mantener niveles aceptables de debilidad[4] del
Estado, que el centralismo bogotano jamás dispuso de una política de fronteras
para enfrentar los desafíos que vinieron cuando países como Venezuela y Ecuador
cambiaron de modelo económico y dieron el giro a la izquierda.
Las dificultades que exhibe el
Estado para atender a los expulsados y deportados de Venezuela podrían
mantenerse en el tiempo y extenderse para responder a las demandas de los
desmovilizados de las Farc, consignadas en los acuerdos de La Habana. La única
diferencia entre las dos situaciones es que en la segunda mediaría un acuerdo
político. Me pregunto: ¿Cuántas veces el Estado y jefes de Estado y de Gobierno
incumplieron acuerdos firmados con comunidades indígenas, con sindicatos y
asociaciones de campesinos? Creo que todos sabemos la respuesta.
Así entonces, Santos debe tomar y
asumir la situación presentada en la frontera con Venezuela, como una
oportunidad histórica para transformar el Estado colombiano, de cara a devolverle
la dignidad a los colombianos deportados y expulsados y asegurar el diseño de
escenarios de posconflicto en donde los ex combatientes de las Farc puedan
reintegrarse a la sociedad de manera efectiva, pero sobre todo, que dicho
proceso se haga sostenible en el tiempo.
No será fácil lograrlo pues de
por medio están la mezquindad de las élites de poder, en especial la de los
“grandes Cacaos”, así como el desinterés de los partidos políticos, interesados
más en hacerse con el Estado para aprovecharse del erario y consolidar el
clientelismo.
[2] Véase Disquisiciones sobre la
institucionalidad I y II: http://laotratribuna1.blogspot.com/2015/09/disquisiciones-sobre-la.html
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