Ponencia
Foro sobre Desmonte del Paramilitarismo
Universidad
Autónoma de Occidente y Corporación Nuevo Arco Iris
Noviembre
9 de 2016
Cali - Colombia
Por
Germán Ayala Osorio[1]
El paramilitarismo
es un principio transversal de la ideología conservadora.
A pesar de la existencia de estudios y análisis del
fenómeno Paramilitar y de las acciones político-militares llevadas a cabo por
su expresión armada, los Paramilitares, aún falta mucho por decir de dicho
fenómeno.
Insisto en mirar al paramilitarismo[2]
como una realidad ideológica, económica, social, política y cultural, anclada
profundamente en la precariedad y debilidad del Estado y fondeada en una
sociedad que exhibe truncos o incompletos procesos de construcción de
civilidad.
Todo lo anterior, mirado en el contexto de la
globalización económica, la consolidación del modelo económico neoliberal y la
expansión del latifundio, de la
ganadería, de la minería y de la agroindustria, como insuperables, únicas y
legítimas actividades económicas.
Paralelo a estas actividades económicas, aparece el
narcotráfico, fenómeno que a su vez reprodujo el ethos mafioso[3]
que penetró la Política, las prácticas del poder político y disímiles formas de
relación social y económica.
Por
ello, el desmonte del paramilitarismo, pactado en el Acuerdo Final de La
Habana, será en adelante un reto mayúsculo que no solo compromete a la
operación misma del Estado, como orden legítimo y guía moral para sus
asociados, sino a la sociedad civil y en general a todos los colombianos. Y es
así, porque el histórico rechazo a la acción guerrillera sirvió de puente
axiológico para legitimar las acciones de un proyecto neoconservador agenciado
y aupado por un conjunto de organizaciones, legales e ilegales, de fuerzas de
poder local, regional y nacional -élites económicas y políticas-, como también
por actores globales –multinacionales-, y el propio sistema financiero nacional
e internacional.
Así
entonces, el fenómeno paramilitar hay que mirarlo y comprenderlo más allá de la
violencia política generada por los grupos paramilitares concentrados en esa
confederación armada conocida como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
En
ese camino comprensivo, hay que volver
sobre la discusión del tipo de Estado-Nación que hemos construido. Como país de regiones,
el Estado colombiano ha enfrentado un reto mayúsculo: consolidarse mediante un
concepto de Nación que convoque a todos los sectores societales y de una acción
estatal que respete y reconozca las diferencias regionales y que coadyuve a
fortalecer la idea de la existencia de un único orden social al servicio de
todos los ciudadanos, sin distingo de raza, condición social, religión, idea
política y menos aún, por el origen regional.
Los desarrollos
regionales son desiguales, justamente, porque no ha existido una noción
compartida de lo que debe ser el Estado. Hay ideas remotas de lo que debe ser,
por ejemplo, en los antiguos Territoriales Nacionales, pues allá la imagen
estatal se refunde en maniguas, por la acción violenta, tanto del propio
Estado, como de actores armados ilegales.
El centralismo bogotano
compite con fuerzas electorales, con caciques y gamonales, y con élites
regionales que tienen una particular concepción de lo que debe ser el Estado,
idea que se expresa en la frase: Estado
para unos pocos. Huelga decir, que ese mismo centralismo es la expresión de
una élite que, históricamente, ha vivido de la función pública y ha dado
ejemplo de cómo se pueden someter los recursos públicos y el interés colectivo,
connatural al ejercicio estatal, a sus conveniencias e intereses. Justamente,
esa misma élite se ha encargado de naturalizar ese ethos mafioso con el que operan las relaciones Estado-Sociedad y Mercado.
Así entonces, no hay una
doctrina de Estado sobre la cual la sociedad colombiana pueda pensar su devenir
y proyectar su futuro. Hay una variedad de juicios alrededor de lo que debe ser
el Estado, sujetos, claro está, a las acciones privadas de élites y de grupos
que emergen asociados a actividades lícitas e ilícitas, teniendo como principio
orientador someterlo, y crear uno que se ponga a su servicio, así el costo sea
la disgregación del Estado como único orden social, político y económico.
Por ello, actividades
como el narcotráfico, proyectos agroindustriales, el desarrollo empresarial y
fenómenos como el paramilitarismo, comparten la idea de que entre más precario
sea el Estado, mejor para los intereses de quienes han creado, desde la
legalidad o la ilegalidad, verdaderos paraestados
que se oponen a la consolidación de un único referente de orden.
Como referente y símbolo
de unidad social y cultural, el Estado colombiano colapsó. Como referente
político, ese mismo Estado sobrevive porque hay una acción política vigorosa,
desde lo electoral –a través del clientelismo- y desde la construcción de
forzosos consensos que, claramente, benefician a quienes, desde la tradición,
se erigen como sectores poderosos que sostienen el aparataje estatal, a pesar
de su notable y evidente ilegitimidad.
Además, existe Estado
porque hay la suficiente fuerza represiva para enmascarar su crisis y porque
hay una actividad económica capaz de sostener tanto a dicha fuerza represiva,
como al mismo referente de orden.
Propongo
tres criterios[4] para
entender el origen y la presencia histórica del fenómeno paramilitar, que bien
pueden servir para dimensionar por qué será tan difícil desmontar el fenómeno
Paramilitar:
1. Baja institucionalidad, representada en el
imaginario de ineficacia construido alrededor del pobre accionar de la
justicia, que tiene un carácter histórico y exalta la debilidad y la
incapacidad del Estado de imponerse frente a grupos sociales con conductas
anómicas y frente a grupos armados ilegales que desde hace tiempo desconocen su
autoridad y lo enfrentan militarmente.
2. Tradición violenta aceptada socialmente, que induce a pensar
que los amplios y disímiles fenómenos de violencia que aún se dan en Colombia,
están soportados en la ‘naturaleza violenta’[5] del colombiano,
asociada, además, a un problema fenotípico aupado por la incapacidad de las
instituciones estatales y la falta de una sociedad civil estructurada, con una
agenda pública común, capaz de exigirle al Estado cumplir con principios y
valores modernos.
3. Conductas societales normatizadas y normalizadas. Desde allí se concibe y
se explica que el actuar de la autodefensa, como práctica social complementada
o asociada a la posibilidad de hacer justicia por mano propia, el ciudadano
colombiano la reconoce o la ha internalizado como norma, lo que, a su vez,
permite volver ley socialmente
aceptada todas aquellas prácticas y procedimientos que, alejados del contexto y
las condiciones propias de un Estado social de derecho, se convierten en hechos
perfectamente normales de acuerdo con las precarias condiciones en las que
sobreviven el Estado y la sociedad colombianas en su conjunto.
El
Paramilitarismo hoy
Después del proceso de sometimiento[6]
de los paramilitares en el gobierno de Uribe Vélez, el fenómeno se mantuvo y su
expresión armada sufrió transformaciones. Mutó. Digamos que los paramilitares y
el fenómeno Paramilitar mismo, políticamente se “desvanecieron”, lo que hizo
creer en su desaparición o en el debilitamiento del proyecto neoconservador que
los paramilitares agenciaron, a nombre de poderosos actores de la sociedad
civil que simpatizaron y simpatizan aún con la ideología paramilitar.
Por el contrario, el proyecto económico, social,
político y cultural que los paramilitares agenciaron, continúa vigente, solo
que ahora la visibilidad política que en otrora tuvieron los jefes de las AUC,
está en manos de los “naturales” agentes y aupadores de dicho fenómeno y
directos beneficiarios del despojo de grandes extensiones de tierra que
lograron los paramilitares: hablo de agroindustriales, ingenios azucareros,
ganaderos, empresas mineras y todos aquellos amigos del latifundio como
único y posible modelo de producción. Baste
con recordar, para el caso del Valle del Cauca, las declaraciones que dio el
paramilitar Hebert Veloza[7],
conocido con el alias de HH, en las que reconoció el aporte económico que
sectores de poder[8] de
este departamento, dieron al Bloque Calima.
Hay que
señalar que los residuos paramilitares que no se desmovilizaron, actúan hoy sin
claros referentes políticos[9],
lo que hace que su operación se reduzca, quizás, a la prestación de servicios
de seguridad privada o acciones delincuenciales. La operación dispersa de lo
que las autoridades llaman los “neoparamilitares”, sirve a la estrategia de
sectores del Establecimiento que insisten en que el fenómeno paramilitar y su
expresión armada, los Paramilitares, efectivamente ya no existen. De allí que
lo acordado en La Habana, en lo que toca al desmonte del paramilitarismo, poco
interés despierte en ciertos sectores del Establecimiento.
Insisto, el fenómeno se mantiene porque subsisten
las circunstancias económicas, las motivaciones políticas y las prácticas socio
culturales con las que se legitimó su presencia y su lucha. Se suma a lo
anterior, la complacencia social con el ethos
mafioso, el odio visceral hacia las guerrillas, y la oposición a su
reinserción por la vía de una negociación política. Igualmente, la natural
animadversión hacia las ideas de izquierda.
De igual manera, a pesar de la cercana posibilidad de que se ponga fin al conflicto
armado, por lo menos con las Farc, la Doctrina de Seguridad Nacional seguirá
vigente en sectores castrenses que, al compartir la visión de desarrollo de
azucareros, ganaderos, latifundistas y agroindustriales, entre otros, continúan
reconociendo a indígenas, afros y campesinos[10],
y a defensores de derechos humanos y del medio ambiente, como aliados de las
guerrillas o simpatizantes de las ideas de izquierda.
Por todo lo anterior, vislumbro un difícil desmonte
del paramilitarismo porque está adherido a la cultura y a las propias lógicas del
Establecimiento. Su desmonte es, desde ya, el reto más difícil para el imaginado y deseado escenario de posconflicto.
Además, frente a los crímenes cometidos por los
paramilitares jamás hubo sanción social. Termino con apartes de la sentencia
proferida por la Corte Suprema de Justicia contra el paramilitar y genocida,
Salvatore Mancuso:
“Jamás aplicamos eso
que a veces resulta más efectivo que la sanción penal: el control social, dado
que antes que rechazar al agresor o a quien lo auxiliaba, permitimos que
hicieran vida social, sin reprocharles, sin excluirlos, sin señalarlos…[11]”.
Imagen tomada de Semana.com
[1] Comunicador social y
politólogo. Profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Occidente.
[2] “Los irregulares
en lucha contra la guerrilla prefieren llamarse
‘autodefensas’, mientras en el lenguaje ordinario es más común llamarlos
‘paramilitares’. Estos dos términos difieren en que el
primero apunta a un fenómeno espontáneo de autoprotección ciudadana ante la
ausencia de Estado, mientras el segundo sugiere un cuerpo de combate paralelo a
las Fuerzas Militares y en algún grado de connivencia con agentes del Estado.
En la realidad colombiana se han dado mezclas de ambos fenómenos, por lo cual
-salvo donde el contexto indique lo contrario-
en este Informe se usarán ambos apelativos indistintamente. Los
antecedentes del paramilitarismo se remontan al siglo XIX y, en tiempos más recientes, a la ya
mencionada ‘ley del llano’, a los ‘chulavitas’ y ‘pájaros’ de mediados del
siglo XX, o a las autodefensas que, en la estrategia contrainsurgente de la Guerra Fría , tuvieron
existencia legal y debatida a partir de 1965. Pero, a comienzos de los 80 surge
un paramilitarismo diferente, pues no es ‘autodefensa’ ni tampoco ‘estatal’,
sino extensión de los ejércitos privados que, necesariamente, tienen las
industrias ilegales (narcotráfico y comercio
de esmeraldas). Tras comprar grandes extensiones de tierra, aquellos
‘empresarios de la coacción’ se empeñan en ‘limpiar de guerrilleros’ el
Magdalena medio, y su ejemplo es seguido por propietarios de Córdoba, Urabá y la Orinoquia. A partir
de sus orígenes locales, algunos de estos grupos confluyeron -y así lo indica el nombre- en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Pero se trata, en el mejor de los casos, de un proyecto nacional en
construcción, de abajo hacia arriba, y sujeto a intensas tensiones internas. En
otras palabras, aunque hayan adoptado un discurso ‘político’ de alcance
nacional, las autodefensas son respuestas locales a la guerrilla y, al igual
que ella, pertenecen al mundo rural.”
Gómez Buendía, Hernando. El Conflicto, callejón con salida: informe nacional de
desarrollo humano para Colombia. Programa para las Naciones Unidas para el
Desarrollo, PNUD, 2003. p. 29.
[3] Se define como el conjunto de acciones, decisiones y
comportamientos que claramente buscan acomodar las leyes, los códigos y las
normas, incluyendo las sociales y consuetudinarias, a los intereses de unos
pocos, en especial, aquellos que ostentan algún tipo de poder o que buscan
imponer su voluntad en detrimento del Bien Común. Ese ethos mafioso guiaría las actividades y
transacciones de todo tipo que los ciudadanos y las instituciones desarrollan y
establecen en sus cotidianidades, lo que les daría un carácter subrepticio y
acomodaticio a particulares y reducidos intereses. Ese ethos mafioso, al consolidarse,
corre el riesgo de volverse norma social, legitimada por la debilidad y la
incapacidad del Estado de erigirse como un orden justo, viable y legítimo y por
la imposibilidad de la sociedad de auto regularse y de enfrentar ese ilegítimo
e inmoral orden establecido, para intentar cambiarlo en perspectiva de alcanzar
el Bien Común.
[4] Tomado de Ayala, Germán.
Paramilitarismo en Colombia: más allá de un fenómeno de violencia política.
Cali: UAO, 2011.
[5] Al hablar de ‘naturaleza violenta’, así, entre
comillas, no pretendo sugerir un apague y
vámonos o considerar que nuestra sociedad no vislumbra un futuro, en la medida en que los
individuos estarían condenados a repetir cíclicamente las dinámicas de
violencia. Por el contrario, como creo que hay caminos para superar estos
hechos y estadios de violencia, con este ejercicio de reflexión intento aportar
elementos para comprender y buscar soluciones alternas a las dinámicas del
conflicto que, históricamente, ha permeado a la sociedad colombiana. De igual
manera, rechazo la tesis de que exista una naturaleza violenta exclusiva de los
colombianos. Nota del autor.
[6] No
hablo de proceso de paz, por cuanto un proceso de esa naturaleza supone una
negociación política con un enemigo
interno que desconoce la autoridad del Estado y lo ataca militarmente. Véase: http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2015/09/dos-procesos-distintos.html
[7] Véase:
http://www.verdadabierta.com/justicia-y-paz/10-anos-de-justicia-y-paz/6044-las-verdades-inconclusas-de-hh
[9] No quiere decir que de
manea natural los paramilitares tengan derecho al reconocimiento de un estatus
político.
[10] La ubicación en
territorios geoestratégicos de los frentes paramilitares y de actores asociados
a sus intereses, fue clave no solo para la expansión armada, sino para el
desarrollo de diversas actividades económicas
-agroindustriales, por ejemplo- previo desplazamiento y desaparición de
ciudadanos incómodos (Indígenas, afros y
campesinos, vistos, además, como víctimas culpables), o abiertamente
enemigos de la causa paramilitar y del modelo económico y político que le
acompaña y del cual se nutrió para constituirse como un proyecto
multifactorial. Véase: Ayala, Germán. Paramilitarismo en Colombia: más allá de
un fenómeno de violencia política. Cali: UAO, 2011.
1 comentario:
Gracias, Germán Ayala Osorio, sus escritos nos hacen recordar la amarga historia del conflicto, agravada con la presencia del paramilitarismo.
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