YO DIGO SÍ A LA PAZ

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miércoles, 9 de septiembre de 2009

PENALIZACIÓN DE LA DOSIS MÍNIMA: CHOQUE DE DOS VISIONES

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Occidente

El conflicto ideológico y jurídico-político generado por el presidente Uribe Vélez alrededor de la intención de penalizar el consumo de la dosis mínima, representa el choque violento entre dos tipos de órdenes: uno de carácter liberal y el otro, conservador. En el primero, sobresale el respeto por las libertades ciudadanas y en el segundo, el control, la vigilancia y el castigo o la sanción, si llegare el caso, tanto del Estado, agentes de la sociedad civil, como de las autoridades eclesiásticas. De igual forma, en ese orden conservador sobresale la presión que ejercen las tradiciones y las buenas costumbres, que miran con desdén el actuar ciudadano en libertad, dado que sobre él recaen sospechas preconcebidas y construidas desde el miedo y el poder.

Ese mismo choque violento se sostiene en la mirada particular que el Mandatario tiene de la libertad y de la autonomía del ciudadano. Y esa mirada resulta de prácticas culturales individuales, asociadas a los valores conservadores con los cuales él mismo fue formado al interior de su núcleo familiar, en el contexto de la familia tradicional antioqueña en donde la autoridad paterna se impone, pues sobre ella se construye el orden, el respeto y la cohesión de la misma. Y como esto es un asunto político, no olvidemos que Uribe Vélez es disidente del partido liberal, lo que en la práctica lo acerca más al partido conservador y al conservatismo, pues se siente más cómodo en la tradición, en los valores de los llamados buenos ciudadanos, los civilizados, los obedientes, los sumisos, los que están con Dios y con la Iglesia.

Es tal el conflicto que genera en él este asunto, que lo ha llevado a presentar, desde el Gobierno, en cinco ocasiones, proyectos de ley para lograr no sólo penalizar el consumo de la dosis mínima, sino imponer la autoridad paternal encarnada en la tradición antioqueña que él mismo naturalizó para el Estado, en su propuesta de El Manifiesto Democrático, los 100 puntos de Uribe, presentada en 2002, en la que se lee lo siguiente: Punto 24. El padre de familia que da mal ejemplo, esparce la autoridad sobre sus hijos en un desierto estéril. Para controlar a los violentos, el Estado tiene que dar ejemplo, derrotar la politiquería y la corrupción” (sic).

Lo planteado en el Punto 24 del Manifiesto Democrático contradice lo dicho en el Punto 46, en el que se señala que “el País necesita una Revolución Educativa que avance hacia la cobertura universal, la buena calidad y acceso democrático. Una educación crítica, científica, ética, tolerante con la diversidad y comprometida con el medio ambiente” (sic).

Si cruzamos lo enunciado en los dos señalados puntos, es fácil colegir que da mal ejemplo el Estado colombiano al desestimar, por la acción del Gobierno, el artículo 16[1] de la Constitución Política de Colombia. Y en lo que toca a la necesidad de una revolución educativa fundada en una educación crítica, científica, ética, tolerante con la diversidad y comprometida con el medio ambiente, no pasa de ser un saludo a la bandera, pues justamente lo que hoy se busca es lo contrario, es decir, una educación que discipline, que civilice, que controle, que no forme para la crítica, para la libertad, para la búsqueda de la realización del ciudadano en tanto sus proyectos y planes individuales no riñan con los derechos de los demás al momento en que el individuo pone en marcha acciones para hacer realidad o viables sus proyectos de vida. No se educa en Colombia para la tolerancia cuando desde el gobierno se piensan, se ejecutan acciones y se imponen discursos que terminan invisibilizando, señalando y castigando a los Otros, a los diferentes.

La insistencia del Gobierno, pero en especial del Presidente Uribe de penalizar el consumo de la dosis mínima, es, entonces, la confirmación de que estamos ante un proyecto jurídico-político conservador y en franca contradicción con los postulados de la constitución de 1991, garantista per se, convertida en una molestia para quienes yuxtaponen la autoridad y el orden, a la libertad y a la autonomía.

En el afán del gobierno de penalizar el consumo de la dosis mínima, es evidente el conflicto filosófico, académico y personal entre el Presidente y Carlos Gaviria Díaz, quien al interpretar el artículo 16 de la Carta Política, defendió la posibilidad de que cada ciudadano, de acuerdo con su propia idea de desarrollar la personalidad, pudiera, si fuere el caso, portar y consumir la dosis mínima de droga. La decisión del entonces magistrado de la Corte Constitucional se remonta a 1994. Se trata, sin duda, de un debate que ya cumple 15 años, y dos administraciones de Uribe, es decir, ya casi ocho años de intentos de echar para atrás el sentido de libertad consagrado no sólo en el ya señalado artículo 16, sino en las características propias que debe agenciar y respetar para todos el Estado liberal.

Quizás se pueda explicar ese carácter de Estado papá que agencia el Presidente, en lo que Emilio Yunis Turbay llama endogamias culturales, en su libro ¿Por qué somos así? Y quizás se explique la persecución al consumo de la dosis mínima, en el poder que aún posee la Iglesia católica y en el carácter confesional que el propio Mandatario ha querido darle al Estado.

La persecución contra el consumo de la dosis mínima se sostiene y es posible, gracias a un lenguaje que excluye, que señala, que macartiza, que sanciona, que determina conductas, que califica y que, por lo tanto, generaliza. Así como a los críticos del Gobierno se les cataloga como guerrilleros, apátridas o enemigos de la democracia y la seguridad democrática, a quienes consumen la dosis mínima se les pone el rótulo de enfermos y ello es suficiente para excluirlos. Y es así, si revisamos en la última propuesta de proyecto de ley presentada por el Gobierno, en donde se leen capítulos como Sancionar con tratamientos de rehabilitación y rehabilitar a los consumidores. Ello, inmediatamente, le otorga al ciudadano libre, el carácter de enfermo que lo obliga a recluirse en una institución de salud para que el resto de la sociedad esté tranquila. Y cuando ya se rehabilite, podrá regresar al seno de la sociedad como ex drogadicto.

Yunis Turbay, en relación con el poder del lenguaje, sostiene que “…en nuestro uso diario del lenguaje revelamos la poca disposición a la crítica directa, a decir lo que pensamos con claridad, porque tenemos aversión a la crítica, porque la hemos desterrado. Cuando alguien hace un pensamiento crítico y, con frecuencia, corresponde a la verdad, corremos a decir que es un resentido, un negativo, un envidioso, a quien debemos excluir. Y, de hecho, se le excluye. Se prefiere siempre lo que se tapa con la misma cobija, lo que defiende el ‘espíritu de cuerpo’, lo que concilia[2](sic).

Para vivir en libertad es necesario pensar de manera crítica y si se quiere, desobediente al discurso hegemónico que señala qué debemos hacer y qué debemos aceptar como verdad. Aceptar la autoridad y el poder del Estado no puede convertirse en una licencia que le entregamos para que nos diga cómo vivir y qué debemos hacer o no con nuestras vidas. Cuando el ciudadano se estataliza, o es estatalizado, no sólo pierde autonomía, su libertad, sino su propia condición de ciudadano, convirtiéndose en un súbdito que sobrevive o sobrevivirá gracias a la indulgencia del Rey.

[1] Constitución Política de Colombia. Art. 16. Todas las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico.

[2] YUNIS TURBAY, Emilio. ¿Por qué somos así?, ¿qué pasó en Colombia?, análisis del mestizaje. Colombia: Editorial Bruna, 2006. p. 205.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Interesante reflexión sobre la dosis personal. Efectivamente la critica es algo que no se tolera en muchos ámbitos públicos y privados del país del “Sagrado Corazón”.

Saludos,

Alexander

Anónimo dijo...

Hola. Me encantó el artículo sobre el neoultraconservadurismo que entraña Uribe. Me gusta porque amplio el ratio de análisis a la verdadera esencia de la discusión, que no son las bravatas del estupido más suertudo de la política colombiana, sino de la estupidización política de cada ciudadano que lo ha elegido y reelegido, sin atar los cabos entre la coherencia interna de su propio discurso y la coherencia entre su discurso y sus acciones; y la incoherencia de esa postura de ultraderecha ya revisada desde los albores del régimen nazi y por supuesto absolutamente atrasada con las tendencias políticas de un nuevo milenio. Se insiste en que nadie quiere olvidar, para no repetir la historia con dantescos episodios como los campos de concentración, las invasiones norteamericanas en Afganistan, Corea y ahora Irak, o los regímenes prefabricados en Washington para inocularlos como una vacuna contra el comunismo en Chile y Argentina. La maratónica condena de exmilitares chilenos esta pasada semana nos recuerda que algún día se hace justicia contra los criminales políticos, lástima que eso no resucite a las victimas, no devuelva los niños robados a sus madres y abuelas, o no salve a las generaciones perdidas por cuenta de la miseria a la que la condenan los corruptos.
Otra incoherencia gigante es que se repite todo el tiempo que las cosas no se deben repetir y se toman fotos para recordarlo, pero las cosas se repiten con una facilidad de perros amaestrados para la obendiencia asi ésta sea contrahumana.
Diana M