YO DIGO SÍ A LA PAZ

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lunes, 12 de agosto de 2013

CAMBIO CULTURAL Y LAS CURULES DE LAS FARC

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


Que las Farc hagan política, más allá de las circunstancias y de los hechos jurídico-políticos previamente definidos en el Marco para la Paz y los que se logren consensuar a través de los mecanismos de justicia transicional, demandará una verdadera revolución cultural en el pueblo colombiano, en especial en aquellos sectores que aún desconocen las condiciones en las que se dio el levantamiento armado y en aquellos ciudadanos que se resisten a examinar, con juicio, la legitimidad de un Estado débil, violento y excluyente como el que hemos construido todos los colombianos, bien por acción o por omisión; de igual manera, el esfuerzo cultural va dirigido hacia  aquellos que aún desestiman los problemas que ofrece tener una sociedad desordenada, indisciplinada y con graves dificultades en lo que alude a procesos de socialización.

Por lo anterior, firmar la paz con las Farc demandará no sólo grandes esfuerzos sociales, políticos, económicos e institucionales, sino culturales, con efectos claros en la forma como opera -y debería operar- la institucionalidad democrática, en un régimen democrático históricamente débil, excluyente y violento.

Pero la delegación de negociadores de las Farc que hoy dialoga en La Habana con el Gobierno de Santos, parece que únicamente vislumbra esfuerzos económicos, políticos e institucionales, a juzgar por lo expresado por el equipo negociador de dicha agrupación armada ilegal, en lo que corresponde al segundo punto de la Agenda, la Participación política:

En el evento de la firma de un  tratado de paz, se proveerán los cambios institucionales excepcionales y transitorios que se requieran, para garantizar la participación directa en el poder legislativo, en las Asambleas departamentales y en los Concejos municipales durante los períodos que se determinen. Los cambios institucionales incluyen la eliminación permanente de cualquier prohibición o impedimento que pueda afectar el pleno ejercicio de cualquiera de esas investiduras por parte de los integrantes de las organizaciones guerrilleras. A las FARC-EP y a los partidos o movimientos políticos y sociales que surjan como resultado de la firma de un eventual acuerdo de paz  se les asignará en forma directa un número de curules en las instancias parlamentarias. El acuerdo final contendrá definiciones precisas sobre la asignación de estas curules y de las que se pacten para Asambleas departamentales y Concejos municipales”.

A lo anterior hay que sumar la posibilidad de que las curules de la UP sean asignadas de manera directa a un grupo de ex combatientes de las Farc, en el contexto de un tratado de paz firmado y validado jurídica y políticamente. Sobre este asunto, hay que señalar que el sometimiento a la voluntad popular suele entenderse como una condición democrática que nadie puede eludir, cuando decide someter a las urnas su nombre, una propuesta de gobierno o la aspiración a un cargo de elección popular.

Si lo propuesto está fincado en la necesidad de resarcir el nombre de quienes fueron asesinados por el Estado, en contubernio con fuerzas narco paramilitares, en lo que sin duda configuró un execrable genocidio, estaríamos ante una legítima acción de perdón por parte del Estado, que podría tener efectos sociales y políticos en los imaginarios que tienen los colombianos alrededor de lo que es la democracia y en las formas como ésta debe operar.

¿Por cuánto tiempo estarían asignadas las curules? ¿Cuatro años o más serán suficientes para que los congresistas farianos demuestren no sólo capacidad para legislar en pro de un mejor país, sino un fuerte compromiso ético-político diferenciado, eso sí, de las prácticas corruptas y de los intereses de una clase política tradicional que de tiempo atrás convirtió al Congreso en un apéndice de los grandes conglomerados económicos que se benefician de la actividad legislativa?

La propuesta ya genera preocupación e indignación en las élites tradicionales, en sectores del pueblo colombiano y en sectores políticos de una derecha que vería como un peligro que a las minorías de izquierda que hoy hacen presencia en el Congreso, se sume el trabajo legislativo de unos ex guerrilleros beneficiados por una enrarecida justicia transicional y por la negación transitoria del poder del voto popular. Y crecen las prevenciones y los miedos en el momento en que dichos ex guerrilleros y ahora congresistas, puedan en el mediano plazo hacer un legítimo y necesario contrapeso a las decisiones interesadas de un Congreso que viene de tiempo atrás legislando para favorecer a sectores privilegiados con capacidad para hacer lobby ante los legisladores, en desmedro de los derechos de grandes mayorías.

El reto para los ‘nuevos’ congresistas farianos estaría en actuar para cambiar el rumbo de un país sometido a la voluntad de una clase política y empresarial mezquina, que insiste en continuar con la concentración de la riqueza en pocas manos y de beneficiar a empresas nacionales y multinacionales que continúan saqueando las riquezas que ofrece una biodiversidad mal administrada por parte del Estado.

Quienes defienden con fuerza esa circunstancia de la democracia que indica que toda propuesta política de poder debe pasar por la voluntad popular y definirse en las urnas, suelen olvidar que en Colombia el clientelismo es una institución social y política arraigada en la cultura, que le resta legitimidad a los procedimientos democráticos.

Cuando los congresistas de las Farc vean venir el fin de la medida excepcional que les daría las curules de manera directa, deberán abstenerse de apelar a las prácticas clientelistas que de tiempo atrás vienen usando la mayoría de los congresistas para llegar al Congreso y perpetuar su poder en dicha corporación. No existe hoy indicio cultural alguno que haga pensar que ese comportamiento no se daría en los ex guerrilleros, pero desde ya hay que instarlos para que no caigan en dicha práctica, si el escenario de participación política se da tal y como los líderes de las Farc lo están exigiendo.

Así las cosas, el problema no estaría exclusivamente en hacer modificaciones a la institucionalidad democrática, sino en modificar sustancialmente la cultura, elemento que parece que poco se discute en La Habana y muchos menos, hace parte de los debates públicos y privados en Colombia.  

La debilidad de la democracia, la precariedad del Estado, la fuerza de la violencia política, la corrupción, el clientelismo y en general las prácticas cotidianas en amplios sectores sociales de este país, tienen un profundo arraigo cultural que hace que los cambios institucionales excepcionales y transitorios que hoy exigen las Farc, resulten inocuos sino entendemos que Colombia, como país y como nación, deberá hacer ingentes esfuerzos para modificar sustancialmente las prácticas, los referentes y los valores culturales sobre los cuales se ha legitimado tanto la violencia ejercida por las Farc durante más de 50 años, como la que ejercen de tiempo atrás, contra las grandes mayorías, quienes han cooptado el Estado y  los partidos políticos para profundizar los privilegios de una clase dominante.

Bienvenidas todas las propuestas que se expongan para poner fin al conflicto armado interno y lograr, por ese camino, la desmovilización y la dejación de armas por parte de las Farc, pero primero deberíamos empezar por aceptar la nociva fuerza que ha ejercido la cultura dominante sobre amplios sectores sociales del país. Creo que un paso clave para alcanzar la paz y para lograr el cambio cultural que Colombia necesita, está en que tanto la clase dirigente y política, como los líderes de las Farc, reconozcan sus delitos, errores y crímenes. Estaríamos ante un buen  punto de partida de cara a consolidar los cambios culturales que demanda la reconstrucción de este país. Es claro que tanto las Farc, como los miembros del equipo de negociación del Gobierno, exhiben aún en la mesa de diálogo una fuerte arrogancia que hace pensar en que no será fácil llegar a un acuerdo que deje contento a las partes y que no termine por profundizar la debilidad del Estado y en general, del orden social y político que hoy opera en Colombia.

Elementos para el cambio cultural

El respeto a la vida es un factor de cambio cultural que debe ser exigido por todos los que participan en las negociaciones de La Habana, como entre quienes seguimos en la distancia los diálogos de paz. Eso pasa por exigirle al Estado que guarde para sí el monopolio de las armas y por ese camino, se haga responsable de la vida y de la honra de sus asociados. Hacer el tránsito de un Estado premoderno, a uno moderno es una condición definitiva para que la revolución cultural inicie en un contexto propicio.

Mientras ello sucede, los colombianos debemos modificar culturalmente nuestros referentes de justicia, eliminando el imaginario individual de que ante la debilidad de la justicia, bienvenida la venganza a través de la contratación de sicarios que la hagan efectiva.

De igual manera, en el marco del respeto al Otro, debemos modificar sustancialmente las formas como venimos representándonos la mujer y lo femenino. El machismo y la cultura dominante no pueden insistir en un discurso publicitario que promueve un tipo de mujer que se somete a la voluntad del hombre y que actúa según lo que el machismo y la cultura conservadora le proponen, es decir, una mujer que sólo sirve para cocinar, atender al marido y tener hijos. La violencia, física y simbólica, contra las mujeres debe cesar, lo que nos pone ante un reto mayúsculo: estamos ante el reto de de-construir la dañina, enferma y perversa masculinidad que hoy impera en el país.

Y por ese camino de respetar a los demás, necesitamos proscribir los señalamientos que ciertos exponentes de la cultura dominante (conservadora y violenta), como el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado, vienen haciendo contra la comunidad LGTBI y contra aquellas mujeres, que siguiendo su conciencia y su ética, y de acuerdo con el marco jurídico, deciden abortar. Es decir, la planteada revolución cultural debe hacer posible que en este país nos reconozcamos en la diferencia, para desde allí, aceptar que en esa diversidad de formas de pensar y de cosmovisiones hay una inmensa riqueza y un fuerte principio con el cual podemos edificar una verdadera democracia.

Con todo lo anterior, el asunto de consolidar la paz, a través de la desmovilización, la dejación de armas y la participación política de las guerrillas, no pasa exclusivamente por la aprobación de medidas excepcionales en la institucionalidad democrática, para hacer posible la reinserción de los guerrilleros. Necesitamos una revolución cultural de la aún no son conscientes ni las Farc, ni los negociadores del Gobierno, y menos aún, la Iglesia Católica, el Procurador Ordóñez y otros poderosos exponentes de la cultura dominante.

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