Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Que las Farc hagan política, más
allá de las circunstancias y de los hechos jurídico-políticos previamente definidos
en el Marco para la Paz y los que se logren consensuar a través de los
mecanismos de justicia transicional, demandará una verdadera revolución
cultural en el pueblo colombiano, en especial en aquellos sectores que aún
desconocen las condiciones en las que se dio el levantamiento armado y en
aquellos ciudadanos que se resisten a examinar, con juicio, la legitimidad de
un Estado débil, violento y excluyente como el que hemos construido todos los
colombianos, bien por acción o por omisión; de igual manera, el esfuerzo
cultural va dirigido hacia aquellos que
aún desestiman los problemas que ofrece tener una sociedad desordenada,
indisciplinada y con graves dificultades en lo que alude a procesos de
socialización.
Por lo anterior, firmar la paz
con las Farc demandará no sólo grandes esfuerzos sociales, políticos,
económicos e institucionales, sino culturales, con efectos claros en la forma
como opera -y debería operar- la institucionalidad democrática, en un régimen
democrático históricamente débil, excluyente y violento.
Pero la delegación de negociadores
de las Farc que hoy dialoga en La Habana con el Gobierno de Santos, parece que
únicamente vislumbra esfuerzos económicos, políticos e institucionales, a
juzgar por lo expresado por el equipo negociador de dicha agrupación armada
ilegal, en lo que corresponde al segundo punto de la Agenda, la Participación
política:
“En el evento de la firma de un tratado de paz, se proveerán los
cambios institucionales excepcionales y transitorios que se requieran, para
garantizar la participación directa en el poder legislativo, en las Asambleas
departamentales y en los Concejos municipales durante los períodos que se
determinen. Los cambios institucionales incluyen la eliminación permanente de
cualquier prohibición o impedimento que pueda afectar el pleno ejercicio de
cualquiera de esas investiduras por parte de los integrantes de las
organizaciones guerrilleras. A las FARC-EP y a los partidos o movimientos
políticos y sociales que surjan como resultado de la firma de un eventual
acuerdo de paz se les asignará en forma directa un número de curules en
las instancias parlamentarias. El acuerdo final contendrá definiciones precisas
sobre la asignación de estas curules y de las que se pacten para Asambleas
departamentales y Concejos municipales”.
A lo anterior hay que sumar la
posibilidad de que las curules de la UP sean asignadas de manera directa a un
grupo de ex combatientes de las Farc, en el contexto de un tratado de paz
firmado y validado jurídica y políticamente. Sobre este asunto, hay que señalar
que el sometimiento a la voluntad popular suele entenderse como una condición
democrática que nadie puede eludir, cuando decide someter a las urnas su
nombre, una propuesta de gobierno o la aspiración a un cargo de elección
popular.
Si lo propuesto está fincado en
la necesidad de resarcir el nombre de quienes fueron asesinados por el Estado,
en contubernio con fuerzas narco paramilitares, en lo que sin duda configuró un
execrable genocidio, estaríamos ante una legítima acción de perdón por parte
del Estado, que podría tener efectos sociales y políticos en los imaginarios
que tienen los colombianos alrededor de lo que es la democracia y en las formas
como ésta debe operar.
¿Por cuánto tiempo estarían
asignadas las curules? ¿Cuatro años o más serán suficientes para que los congresistas
farianos demuestren no sólo capacidad para legislar en pro de un mejor país, sino
un fuerte compromiso ético-político diferenciado, eso sí, de las prácticas
corruptas y de los intereses de una clase política tradicional que de tiempo
atrás convirtió al Congreso en un apéndice de los grandes conglomerados
económicos que se benefician de la actividad legislativa?
La propuesta ya genera
preocupación e indignación en las élites tradicionales, en sectores del pueblo
colombiano y en sectores políticos de una derecha que vería como un peligro que
a las minorías de izquierda que hoy hacen presencia en el Congreso, se sume el
trabajo legislativo de unos ex guerrilleros beneficiados por una enrarecida
justicia transicional y por la negación transitoria del poder del voto popular. Y crecen las prevenciones y los miedos en el momento en que dichos ex guerrilleros y ahora congresistas, puedan en el mediano plazo hacer un legítimo y necesario contrapeso a las
decisiones interesadas de un Congreso que viene de tiempo atrás legislando para
favorecer a sectores privilegiados con capacidad para hacer lobby ante los
legisladores, en desmedro de los derechos de grandes mayorías.
El reto para los ‘nuevos’
congresistas farianos estaría en actuar para cambiar el rumbo de un país
sometido a la voluntad de una clase política y empresarial mezquina, que insiste
en continuar con la concentración de la riqueza en pocas manos y de beneficiar
a empresas nacionales y multinacionales que continúan saqueando las riquezas
que ofrece una biodiversidad mal administrada por parte del Estado.
Quienes defienden con fuerza esa circunstancia
de la democracia que indica que toda propuesta política de poder debe pasar por
la voluntad popular y definirse en las urnas, suelen olvidar que en Colombia el
clientelismo es una institución social y política arraigada en la cultura, que
le resta legitimidad a los procedimientos democráticos.
Cuando los congresistas de las
Farc vean venir el fin de la medida excepcional que les daría las curules de
manera directa, deberán abstenerse de apelar a las prácticas clientelistas que
de tiempo atrás vienen usando la mayoría de los congresistas para llegar al
Congreso y perpetuar su poder en dicha corporación. No existe hoy indicio
cultural alguno que haga pensar que ese comportamiento no se daría en los ex
guerrilleros, pero desde ya hay que instarlos para que no caigan en dicha
práctica, si el escenario de participación política se da tal y como los
líderes de las Farc lo están exigiendo.
Así las cosas, el problema no
estaría exclusivamente en hacer modificaciones a la institucionalidad democrática,
sino en modificar sustancialmente la cultura, elemento que parece que poco se discute
en La Habana y muchos menos, hace parte de los debates públicos y privados en
Colombia.
La debilidad de la democracia, la
precariedad del Estado, la fuerza de la violencia política, la corrupción, el
clientelismo y en general las prácticas cotidianas en amplios sectores sociales
de este país, tienen un profundo arraigo cultural que hace que los cambios
institucionales excepcionales y transitorios que hoy exigen las Farc, resulten
inocuos sino entendemos que Colombia, como país y como nación, deberá hacer
ingentes esfuerzos para modificar sustancialmente las prácticas, los referentes
y los valores culturales sobre los cuales se ha legitimado tanto la violencia
ejercida por las Farc durante más de 50 años, como la que ejercen de tiempo
atrás, contra las grandes mayorías, quienes han cooptado el Estado y los partidos políticos para profundizar los
privilegios de una clase dominante.
Bienvenidas todas las propuestas
que se expongan para poner fin al conflicto armado interno y lograr, por ese
camino, la desmovilización y la dejación de armas por parte de las Farc, pero
primero deberíamos empezar por aceptar la nociva fuerza que ha ejercido la
cultura dominante sobre amplios sectores sociales del país. Creo que un paso
clave para alcanzar la paz y para lograr el cambio cultural que Colombia
necesita, está en que tanto la clase dirigente y política, como los líderes de
las Farc, reconozcan sus delitos, errores y crímenes. Estaríamos ante un
buen punto de partida de cara a
consolidar los cambios culturales que demanda la reconstrucción de este país.
Es claro que tanto las Farc, como los miembros del equipo de negociación del
Gobierno, exhiben aún en la mesa de diálogo una fuerte arrogancia que hace
pensar en que no será fácil llegar a un acuerdo que deje contento a las partes
y que no termine por profundizar la debilidad del Estado y en general, del
orden social y político que hoy opera en Colombia.
Elementos para el cambio cultural
El respeto a la vida es un factor
de cambio cultural que debe ser exigido por todos los que participan en las
negociaciones de La Habana, como entre quienes seguimos en la distancia los
diálogos de paz. Eso pasa por exigirle al Estado que guarde para sí el
monopolio de las armas y por ese camino, se haga responsable de la vida y de la
honra de sus asociados. Hacer el tránsito de un Estado premoderno, a uno
moderno es una condición definitiva para que la revolución cultural inicie en
un contexto propicio.
Mientras ello sucede, los
colombianos debemos modificar culturalmente nuestros referentes de justicia,
eliminando el imaginario individual de que ante la debilidad de la justicia,
bienvenida la venganza a través de la contratación de sicarios que la hagan
efectiva.
De igual manera, en el marco del
respeto al Otro, debemos modificar sustancialmente las formas como venimos
representándonos la mujer y lo femenino. El machismo y la cultura dominante no
pueden insistir en un discurso publicitario que promueve un tipo de mujer que
se somete a la voluntad del hombre y que actúa según lo que el machismo y la
cultura conservadora le proponen, es decir, una mujer que sólo sirve para
cocinar, atender al marido y tener hijos. La violencia, física y simbólica,
contra las mujeres debe cesar, lo que nos pone ante un reto mayúsculo: estamos
ante el reto de de-construir la dañina, enferma y perversa masculinidad que hoy
impera en el país.
Y por ese camino de respetar a
los demás, necesitamos proscribir los señalamientos que ciertos exponentes de
la cultura dominante (conservadora y violenta), como el Procurador General de
la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado, vienen haciendo contra la comunidad
LGTBI y contra aquellas mujeres, que siguiendo su conciencia y su ética, y de
acuerdo con el marco jurídico, deciden abortar. Es decir, la planteada
revolución cultural debe hacer posible que en este país nos reconozcamos en la
diferencia, para desde allí, aceptar que en esa diversidad de formas de pensar
y de cosmovisiones hay una inmensa riqueza y un fuerte principio con el cual
podemos edificar una verdadera democracia.
Con todo lo anterior, el asunto
de consolidar la paz, a través de la desmovilización, la dejación de armas y la
participación política de las guerrillas, no pasa exclusivamente por la
aprobación de medidas excepcionales en la institucionalidad democrática, para
hacer posible la reinserción de los guerrilleros. Necesitamos una revolución
cultural de la aún no son conscientes ni las Farc, ni los negociadores del
Gobierno, y menos aún, la Iglesia Católica, el Procurador Ordóñez y otros
poderosos exponentes de la cultura dominante.
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