Por Germán Ayala Osorio, comunicador
social y politólogo
Negociar
la paz sobre la base de una agenda, siempre generará controversia en torno a
los puntos o temas que se incluyeron o sobre los que se quedaron por fuera.
El
proceso de paz en La Habana avanza lentamente, en medio de un creciente
ambiente de polarización ideológica aupado por sectores de Derecha que desean
que la guerra continúe. Y es así, porque preocupa lo que se negocia, pero poca
importancia se le da a la reflexión ética y moral que debe guiar no sólo las
negociaciones, sino la implementación de lo acordado, sin dejar de revisar el
comportamiento ético y moral de quienes hoy están sentados en Cuba negociando
la paz para Colombia.
Por
ese camino, quienes hoy negocian la paz en La Habana, arrastran una historia en
la que, justamente, las grandes proscritas han sido la ética y la moral. La
dificultad, entonces, no radica en negociar, sino en los referentes morales y
éticos sobre los cuales se sostiene lo negociado y sobre los que deberá la
sociedad colombiana apalancar el necesario y urgente redireccionamiento de las
formas como viene resolviendo los conflictos y manejando los asuntos públicos y
del Estado.
No
debería, pues, preocuparnos tanto qué y cómo se negocia, sino la apuesta ética
y moral que logre salir del encuentro de dos bandos que justamente han sido
incapaces de erigirse como referentes éticos y morales para una sociedad
atomizada como la colombiana, pero sobre todo, que exhibe fracasos en sus
procesos civilizatorios. Aquí está el meollo del asunto.
La desconfianza
La
desconfianza entre los negociadores de las Farc y del Gobierno de Santos es
evidente y recíproca. Además, histórica. Y no es para menos. Son 50 años de una
guerra degradada que ha servido para visibilizar, de un lado, las prácticas éticas con las cuales guerrilleros han
intentado legitimarse como una opción liberadora, como ejércitos que le van a
quitar el yugo a un pueblo que sufre; y del lado de la clase dirigente y
política de la cual hace parte Santos y varios miembros de su equipo
negociador, hay que decir que históricamente se presenta como una única opción
de poder, asociada a la incontrastable capacidad de unas pocas familias ‘decentes’,
para llevar los destinos del Estado. El asunto es de linaje, de tradición.
Claramente,
la cúpula fariana expresa el levantamiento social, político, cultural y por
supuesto armado, de un sector de la sociedad excluido de los beneficios
constitucionalmente garantizados. Se trata de hombres y mujeres mestizos
rechazados por una cultura dominante que exhibe al macho blanco como referente único de poder.
Justamente,
desde allí, desde esa perspectiva, la clase dirigente y empresarial del país ha
buscado malograr la diversidad cultural, a través de ejercicios y prácticas de
exclusión de indígenas, afros y campesinos y en general, de aquellos grupos
humanos resultantes de un largo proceso de mestizaje que unos pocos hombres y
mujeres ‘blancos’ no reconocen.
Tanto
los líderes de las Farc, como los miembros del equipo negociador del Gobierno y
por supuesto, el propio Presidente Santos Calderón, comparten un mismo
territorio y un escenario de múltiples conflictos, en el que ninguno puede
presentarse como un referente moral a seguir. Ni la clase política y dirigente,
representada en Santos y en varios miembros de su equipo negociador, ni los
miembros del Estado mayor de las Farc, tienen el suficiente talante ético y la
fuerza moral para erigirse como un faro capaz de iluminar el camino que lleva a
Colombia a trasegar los difíciles senderos de la paz y del posconflicto.
Los
miembros de la cúpula de las Farc y los del equipo negociador del Gobierno de
Santos son frutos de una Nación que se formó y que se sostiene aún, sin mitos
fundantes que hagan posible su cohesión y su expresión sobre la base de unos
mínimos consensos para sobrellevar la vida en sociedad. De igual manera, son
hijos de unos procesos civilizatorios truncos, incompletos e imperfectos, de
los que tienen y ofrecen ventajas comparativas aquellos que lograron una mejor
educación más que por esfuerzos individuales, resultado del poder económico y
político alcanzado en tiempos pretéritos.
De esta manera, como en anteriores procesos de paz,
en los diálogos de paz en La Habana salen a flote no sólo los orígenes de clase
de unos y otros, sino una triste constatación para el resto de los colombianos:
ninguno de los miembros de los dos bandos que dialogan en Cuba, tiene la
legitimidad necesaria para erigirse como una opción de poder honorable y digna.
Y mucho menos insignes resultan aquellos que siguen, apoyan y comparten un
‘nicho’ de clase con las Farc o con la clase política y dirigente del país.
Imagen tomada de: eltiempo.com
Imagen tomada de: eltiempo.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario