YO DIGO SÍ A LA PAZ

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miércoles, 10 de junio de 2015

VENDRÁ UNA NUEVA UTOPÍA


En el pensamiento de los indígenas, de los afros y de los campesinos, y en las comunidades de paz, hay esperanzas de un país mejor.

Los procesos civilizatorios en Colombia vienen fallando porque hay una débil identidad nacional y el Estado no es referente de orden moral y cultural.

Mientras haya sectores sociales y políticos que reconozcan los Derechos Humanos en clave de Caballerizas, no habrá paz en Colombia.


Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo



¿Cómo cambiar a una sociedad, como la colombiana, que deviene indisciplinada, incivilizada y profundamente condicionada y atrapada por un compartido y ‘naturalizado’ ethos mafioso? Quizás esta sea la pregunta que deba y pueda orientar los esfuerzos para proponer, construir y consolidar el Estado, la sociedad y el sentido de la ciudadanía en los escenarios de posacuerdos[1] que surgirán una vez se logre poner fin a la guerra interna que libran las guerrillas de las Farc y ELN, contra el orden y el régimen establecidos.

En ese esfuerzo por modificar esa circunstancia contextual, deberían confluir las élites de poder tradicional, los nuevos liderazgos que en distintos ámbitos puedan surgir, los medios de comunicación, la Academia, las iglesias, en especial la Católica, así como disímiles actores sociales, económicos y políticos de una sociedad civil históricamente atomizada, atemorizada y fragmentada.

La tarea de proscribir ese ethos mafioso exige una profunda transformación cultural que desborda los anhelos de paz del presidente Santos, preocupado más por acelerar la firma del fin del conflicto, que de liderar un proceso social, político y cultural que lleve a Colombia, como Estado y sociedad, a transformar las formas como se solucionan las diferencias, se resuelven los conflictos y se asumen las relaciones entre lo público y lo privado.

Santos y su gobierno, no tienen el carácter, ni el talante político-pedagógico que requiere una empresa de semejante magnitud. Son, ante todo, un Presidente y un gobierno que buscan, desesperadamente, un lugar en la historia, como aquellos que lograron ponerle fin a un largo y degradado conflicto armado de más 50 años. Santos y su Gobierno buscan, ante todo, producir un quiebre histórico para el país, que le dé un nuevo aire a la élite que Santos representa.

Si no son el Presidente y su gobierno, ¿qué instituciones o quiénes podrían liderar ese proceso de transformación cultural que el país requiere? Dudo que dentro de los banqueros, empresarios e industriales, incluso, en un amplio sector de la academia, exista un liderazgo capaz de orientar y acompañar el largo proceso cultural que supone transformar a una sociedad sumergida en la más completa “pobreza” en materia de cultura política y ciudadana. Y lo dudo, porque muchos de sus más connotados miembros y líderes, patrocinaron el proyecto paramilitar o simplemente, guardaron silencio frente a la barbarie, el desplazamiento forzado, el despojo de tierras y la eliminación física y simbólica de afros, indígenas y campesinos.

No veo, entonces, quién lidere el proceso de transformación estructural (institucional), cultural y social que requerirá la Colombia de los posacuerdos y del anhelado posconflicto. Una vez se firme el fin del conflicto, la gran y nueva utopía para los colombianos será consolidar escenarios de convivencia, de respeto de la diferencia y a las normas. De no darse el cambio cultural en su amplia acepción, el posconflicto se convertirá en una quimera. Eso sí, muy seguramente nos daremos cuenta de que no eran las guerrillas nuestro gran problema.

Al final, quizás entendamos que arrastramos muchos años en medio de una soterrada animadversión étnica hacia afros, indígenas y campesinos, que viene aupada desde centros urbanos desde donde históricamente se vienen tomando decisiones que a todas luces buscan minimizar, desacreditar, desconocer y eliminar, física y simbólicamente, la presencia de estos grupos humanos. Justamente, ha sido la cultura ‘blanca’ dominante, la que ha catalogado a esas comunidades y pueblos, como disonantes e incómodos para el proyecto modernizador que se lidera desde Bogotá y desde otros centros de poder, como Cali y Medellín.

No será posible, entonces, transformar el país, desde una perspectiva cultural, si primero no empezamos por reconocer que efectivamente subsiste esa animadversión hacia grupos étnicos, comunidades pobres y hacia precisas identidades, que insisten en mantenerse vivas y vigentes, a pesar de un arrollador proyecto modernizador que promueve la única existencia de un prototipo de comunidad: la urbana. Es decir, mestizos o ‘blancos’, que de manera clara acepten vivir bajo las condiciones de consumo y las actitudes citadinas que se promueven en centros urbanos en donde las racionalidades de indígenas, afros y campesinos no tienen cabida. Se trata de cosmovisiones que avergüenzan a quienes ostentan el poder político, económico y social, ligados por supuesto, a una historia de apellidos y de rancios y acosados linajes.

Por largo tiempo nos hemos  ocupado del devenir del conflicto, de los muertos de lado y lado, de las negociaciones de paz, pero poco nos hemos preocupado por comprender por qué nos matamos en las calles por los más absurdos hechos, circunstancias, diferencias y conflictos. Vamos a tener que hurgar muy bien en nuestras prácticas culturales. Y vamos a tener que esculcar la propuesta cultural que está detrás de los mensajes publicitarios (publicidad sexista, por ejemplo), del discurso periodístico-noticioso y de otros discursos claramente discriminantes y estigmatizantes de aquellos grupos humanos tradicionalmente vulnerables y vulnerados.

Quizás, en unos años, cuando la guerra interna sea parte del pasado, empecemos a develar y a comprender que las reales razones que motivaron el levantamiento armado, estaban asociadas a perspectivas y a reivindicaciones étnicas que encubrimos bajo el manto de lo agrario, de la estrechez democrática y de la concentración de la riqueza en pocas manos.


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