En el
pensamiento de los indígenas, de los afros y de los campesinos, y en las
comunidades de paz, hay esperanzas de un país mejor.
Los
procesos civilizatorios en Colombia vienen fallando porque hay una débil
identidad nacional y el Estado no es referente de orden moral y cultural.
Mientras haya sectores sociales y
políticos que reconozcan los Derechos Humanos en clave de Caballerizas, no
habrá paz en Colombia.
Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
¿Cómo cambiar a una sociedad,
como la colombiana, que deviene indisciplinada, incivilizada y profundamente
condicionada y atrapada por un compartido y ‘naturalizado’ ethos mafioso? Quizás esta sea la pregunta que deba y pueda
orientar los esfuerzos para proponer, construir y consolidar el Estado, la
sociedad y el sentido de la ciudadanía en los escenarios de posacuerdos[1] que
surgirán una vez se logre poner fin a la guerra interna que libran las
guerrillas de las Farc y ELN, contra el orden y el régimen establecidos.
En ese esfuerzo por modificar esa
circunstancia contextual, deberían confluir las élites de poder tradicional,
los nuevos liderazgos que en distintos ámbitos puedan surgir, los medios de
comunicación, la Academia, las iglesias, en especial la Católica, así como
disímiles actores sociales, económicos y políticos de una sociedad civil
históricamente atomizada, atemorizada y fragmentada.
La tarea de proscribir ese ethos mafioso exige una profunda
transformación cultural que desborda los anhelos de paz del presidente Santos,
preocupado más por acelerar la firma del fin del conflicto, que de liderar un
proceso social, político y cultural que lleve a Colombia, como Estado y
sociedad, a transformar las formas como se solucionan las diferencias, se
resuelven los conflictos y se asumen las relaciones entre lo público y lo
privado.
Santos y su gobierno, no tienen
el carácter, ni el talante político-pedagógico que requiere una empresa de
semejante magnitud. Son, ante todo, un Presidente y un gobierno que buscan,
desesperadamente, un lugar en la historia, como aquellos que lograron ponerle
fin a un largo y degradado conflicto armado de más 50 años. Santos y su
Gobierno buscan, ante todo, producir un quiebre
histórico para el país, que le dé un nuevo aire a la élite que Santos
representa.
Si no son el Presidente y su
gobierno, ¿qué instituciones o quiénes podrían liderar ese proceso de
transformación cultural que el país requiere? Dudo que dentro de los banqueros,
empresarios e industriales, incluso, en un amplio sector de la academia, exista
un liderazgo capaz de orientar y acompañar el largo proceso cultural que supone
transformar a una sociedad sumergida en la más completa “pobreza” en materia de
cultura política y ciudadana. Y lo dudo, porque muchos de sus más connotados
miembros y líderes, patrocinaron el proyecto paramilitar o simplemente,
guardaron silencio frente a la barbarie, el desplazamiento forzado, el despojo
de tierras y la eliminación física y simbólica de afros, indígenas y
campesinos.
No veo, entonces, quién lidere el
proceso de transformación estructural (institucional), cultural y social que requerirá la Colombia de los posacuerdos y del
anhelado posconflicto. Una vez se firme el fin del conflicto, la gran y nueva utopía para los
colombianos será consolidar escenarios de convivencia, de respeto de la
diferencia y a las normas. De no darse el cambio cultural en su amplia
acepción, el posconflicto se convertirá en una quimera. Eso sí, muy seguramente
nos daremos cuenta de que no eran las guerrillas nuestro gran problema.
Al final, quizás entendamos que
arrastramos muchos años en medio de una soterrada animadversión étnica hacia
afros, indígenas y campesinos, que viene aupada desde centros urbanos desde
donde históricamente se vienen tomando decisiones que a todas luces buscan
minimizar, desacreditar, desconocer y eliminar, física y simbólicamente, la presencia
de estos grupos humanos. Justamente, ha sido la cultura ‘blanca’ dominante, la
que ha catalogado a esas comunidades y pueblos, como disonantes e incómodos
para el proyecto modernizador que se lidera desde Bogotá y desde otros centros
de poder, como Cali y Medellín.
No será posible, entonces,
transformar el país, desde una perspectiva cultural, si primero no empezamos por
reconocer que efectivamente subsiste esa animadversión hacia grupos étnicos, comunidades
pobres y hacia precisas identidades, que insisten en mantenerse vivas y
vigentes, a pesar de un arrollador proyecto modernizador que promueve la única
existencia de un prototipo de comunidad: la urbana. Es decir, mestizos o
‘blancos’, que de manera clara acepten vivir bajo las condiciones de consumo y
las actitudes citadinas que se promueven en centros urbanos en donde las
racionalidades de indígenas, afros y campesinos no tienen cabida. Se trata de
cosmovisiones que avergüenzan a quienes ostentan el poder político, económico y
social, ligados por supuesto, a una historia de apellidos y de rancios y
acosados linajes.
Por largo tiempo nos hemos ocupado del devenir del conflicto, de los muertos
de lado y lado, de las negociaciones de paz, pero poco nos hemos preocupado por
comprender por qué nos matamos en las calles por los más absurdos hechos,
circunstancias, diferencias y conflictos. Vamos a tener que hurgar muy bien en
nuestras prácticas culturales. Y vamos a tener que esculcar la propuesta
cultural que está detrás de los mensajes publicitarios (publicidad sexista, por
ejemplo), del discurso periodístico-noticioso y de otros discursos claramente
discriminantes y estigmatizantes de aquellos grupos humanos tradicionalmente
vulnerables y vulnerados.
Quizás, en unos años, cuando la
guerra interna sea parte del pasado, empecemos a develar y a comprender que las
reales razones que motivaron el levantamiento armado, estaban asociadas a perspectivas
y a reivindicaciones étnicas que encubrimos bajo el manto de lo agrario, de la
estrechez democrática y de la concentración de la riqueza en pocas manos.
Imagen tomada de mitosyfraudes.org
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