YO DIGO SÍ A LA PAZ

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miércoles, 12 de junio de 2013

LA PAZ EN EL COMPLEJO CONTEXTO COLOMBIANO

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

El contexto cultural colombiano, con disímiles y complejas circunstancias regionales[1], exhibe y permite, de tiempo atrás, un ejercicio de la política que poco ha servido para darle legitimidad al orden social y político establecido y para hacer de ella una real posibilidad de alcanzar niveles de certidumbre, convivencia respetuosa y paz.  Y es así, porque la política misma viene atada a un ethos mafioso[2] que es producto no sólo de la precariedad del Estado como referente de orden, sino de procesos de socialización en donde los sentidos de la ética y de lo público se confunden con las aspiraciones personales, dada la fuerza alcanzada por los imaginarios de éxito que inocula una cultura dominante ‘blanca’, burguesa, conservadora, elitista, excluyente y violenta, a través de los medios de comunicación, la industria del entretenimiento y el discurso publicitario.

Y es en ese contexto en el que lo acordado en La Habana deberá refrendarse jurídica, social, cultural y políticamente. Todo un reto para el cual ni el Estado, ni gobernadores, ni alcaldes y mucho menos los legisladores (congresistas) están preparados. Esa misma incapacidad hay que reconocerla en actores sociales, políticos y económicos de una fragmentada sociedad civil y en general, en la sociedad colombiana atormentada por la presencia de necesidades básicas insatisfechas. De allí que lo negociado y lo acordado, en el marco de los actuales diálogos de paz, puede resultar insuficiente no sólo para la paz misma, sino para hacer que el proceso de paz entre Farc y Gobierno de Santos sirva para generar una ruptura histórica que nos convenza a todos los colombianos de la urgente necesidad que tenemos de recomponer los caminos trazados hasta el momento, para crear una verdadera Nación, en un país regionalmente diferenciado.

Mientras las conversaciones siguen, a pesar del enrarecido ambiente político por el provocador encuentro entre Capriles y Santos, a lo que se suman las exageradas reacciones del Gobierno venezolano, hay que empezar por reconocer que los procesos civilizatorios en Colombia han estado marcados por los derroteros de una cultura dominante[3] que ha violentado a indígenas, campesinos y afrocolombianos, hasta hacer ver sus prácticas culturales como elementos de subculturas que deben someterse a los designios de una élite ejemplar, fina y digna. Esa misma élite, social, política y económica es la misma que ha privatizado el Estado y que ha impuesto sus lógicas y formas de pensar a millones de colombianos, que hoy, en medio de relatos noticiosos que enuncian actos de corrupción a todo nivel, se preguntan para qué o de qué sirve actuar dentro de la ley o para qué respetar normas sociales convenidas.

Es posible que los diálogos de La Habana fracasen. Como es posible que se llegue a poner fin al enfrentamiento militar entre Farc y Estado. En cualquier sentido, hay que aceptar que Colombia requiere de un cambio cultural profundo no sólo en las maneras como nos encontramos en las diferencias y las maneras violentas como las resolvemos, sino en las relaciones no consustanciales que venimos sosteniendo con la biodiversidad, con la Naturaleza, a través de un desarrollo extractivo sostenido por una economía de enclave.

Es hora de mirar los embriones de Estado que, a pesar de certeros golpes de la cultura dominante, bullen en comunidades indígenas y afrocolombianas marginadas de un orden social y político que históricamente las ha venido excluyendo y estigmatizando. Es hora de aceptar que la industria del entretenimiento nos vende la idea de que somos felices a pesar de todo, lo que oculta realidades históricas de un país violento, de una Nación escindida, de una sociedad sumida en la inacción política, por los altos niveles ignorancia, correlato de una baja cultura política y de un Estado privatizado que sirve a unos pocos.

Quizás al revisar la historia no oficial, aquella que poco se enseña en colegios y universidades, pero con la que se devela un pasado lleno de injusticias, de episodios de violencia e intolerancia, de concentración extrema de la riqueza, de una constante expoliación, así como de proyectos desarrollistas ambiental y socialmente insostenibles, entendamos la necesidad de modificar y transformar sustancialmente un proyecto de país que, sin exageraciones, cada vez más y con mayor precisión, sigue las líneas comportamentales y de acción de lo que Galeano y Ziegler llaman el orden criminal del mundo[4].



[1] Diferencias culturales y étnicas alimentadas y hasta creadas por lecturas de clase.

[2] Esta categoría recoge prácticas ilegales, pero también aquellas acciones, prácticas y discursos que permiten acomodar la ética, el derecho, el sentido de lo público y el respeto a las diferencias culturales y al pensamiento divergente, a los intereses particulares de grupos de poder, político y económico, que han logrado penetrar el Estado, erigirse como fanales socialmente aceptados, con el fin de someter a sus intereses y lógicas a una nación culturalmente diversa.

[3] Que recoge, mantiene y replica de manera constante las perversas herencias dejadas por la violenta colonización española.

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