Por
Germán Ayala Osorio, comunicador social
y politólogo
Por
estos días la Corte Constitucional discute si el Marco para la Paz es exequible
o no. Sobre la mesa está la ponencia positiva del magistrado Pretel. En varios
espacios de opinión, detractores, críticos y puristas del derecho fustigan no sólo
dicho marco legal, sino los argumentos con los cuales lo defienden tanto el
Fiscal General, Eduardo Montealegre, como el Ministro del Interior, Fernando
Carrillo Flórez.
Más
allá de las discusiones jurídicas en el contexto de lo que sería una justicia
transicional y de los efectos políticos e incluso, económicos y jurídicos que
generen la aplicación de ese marco para la paz, como camino para poner fin al
conflicto armado con las Farc, expongo tres factores que poco se evidencian en
las actuales discusiones en torno a dicho marco legal y las que vienen dando
desde que el proceso de paz arrancó.
El
primer factor hace referencia a la moral y al funcionamiento del Estado. El
segundo, a la mirada que la sociedad civil urbana viene haciendo no sólo de las
víctimas del conflicto, sino de la propia guerra interna. Y el tercer factor
tiene que ver con el daño que hace que altos funcionarios del Estado tengan
concepciones particulares alrededor de lo que debe ser el Estado Social de
Derecho.
La moral del Estado y la subvaloración
social de los delitos de lesa humanidad
Señalan
algunos que con el Marco para la Paz habrá impunidad y que el Estado
renunciaría a castigar ejemplarmente a quienes cometieron delitos de lesa
humanidad. Olvidan quienes defienden ese argumento, que el gobierno de Uribe
Vélez extraditó a jefes paramilitares que fueron juzgados por delitos de
narcotráfico. Muchos dirán que están pagando fuertes penas en los Estados
Unidos y que eso es suficiente, pero no examinan la subvaloración moral, ética,
jurídica y política de los delitos de lesa humanidad que acompañó y acompaña
aún a esa decisión de dicho gobierno.
Colombia
de tiempo atrás, como Estado y como sociedad viene dándole un menor valor a la
comisión de delitos que comprometen en
materia grave la dignidad humana de las víctimas civiles que han sufrido los
estragos de una guerra degradada. Ha sido así, por cuenta de un Estado precario
y débil, que al estar cooptado por mafias clientelares enquistadas en el poder
político, no tiene el talante moral para exigirle a los criminales y violadores
de los derechos humanos, que reconozcan sus delitos y mucho menos, tiene la
capacidad institucional para someterlos al llamado de la justicia[1].
La mirada indolente de la sociedad
civil urbana
La
subvaloración de las víctimas del conflicto armado interno nace de una sociedad
civil urbana que jamás dimensionó la guerra interna colombiana. Siempre miró
esa sociedad civil urbana las razones del levantamiento armado y las acciones
militares de los guerrilleros, como asuntos de bandas criminales, de un grupo
de desadaptados que les dio, un día, por no aceptar el orden social y político
propuesto.
Así
las cosas, hay un evidente desprecio social y cultural del dolor y el
sufrimiento de las víctimas del conflicto armado. Por nuestra incapacidad para
imaginar los padecimientos de las personas que han sufrido en carne propia el
desplazamiento forzoso y el dolor de aquellas familias que han perdido
familiares en masacres y en enfrentamientos entre los actores armados,
terminamos por señalar que son cosas de la suerte, e incluso, designios de
Dios.
Disímiles concepciones de Estado
Pero
quizás hay un elemento que aporta a este desprecio generalizado por el
sufrimiento de las víctimas del conflicto armado: las disímiles concepciones
que del Estado exponen funcionarios públicos y ciudadanos.
Al
no existir una ideología compartida de lo que debe ser un Estado moderno,
obligado constitucionalmente a actuar como un Estado Social de Derecho,
asistimos al inconveniente espectáculo que ofrecen el Fiscal General, Eduardo
Montealegre y el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado.
Estos altos funcionarios del Estado exhiben modelos y concepciones de Estado
totalmente diferentes, asunto inaceptable desde la necesidad que existe de que
las particulares formas de pensar, en especial la del Procurador Ordóñez,
terminen por impedir que el Estado Social de Derecho cumpla con sus
obligaciones, consagradas en la Carta Política.
En
las tribunas mediáticas, el Fiscal y el Procurador exhiben sus concepciones
alrededor del derecho, de la justicia, de la paz y al final, la opinión pública
no se da cuenta que quizás el problema estructural del país gira en torno,
justamente, a las concepciones que tanto Ordóñez Maldonado y Montealegre tienen
frente a lo que debe ser el Estado. Ese sí que es un problema grave.
En reciente entrevista, Eduardo Montealegre
respondió así a las preguntas que le formularon en torno a sus discusiones,
diferencias y ‘peleas’ que viene sosteniendo con el Procurador y la Contralora
General de la República: “Lo que existe
es una gran controversia de concepciones del Estado, de la sociedad, del
derecho y de los órganos de control. En materia del aborto, el matrimonio de
parejas del mismo sexo, el proceso de paz, la estructura y la finalidad del
proceso penal. Pero, sobre todo, que él no puede imponerles a los colombianos,
específicamente a los funcionarios, a través de los procesos disciplinarios,
las concepciones muy respetables que tiene del Estado, el derecho y la
sociedad; que no respete el principio de Estado laico que tiene la Constitución
del 91, y que trate de imponer su pensamiento ejerciendo el poder disciplinario”[2].
De esta manera, el Marco para la Paz seguirá
siendo examinado en la Corte Constitucional. Muy seguramente se declare
exequible. Mientras ello sucede, valdría la pena aceptar que social y
culturalmente hemos despreciado el dolor de las víctimas del conflicto (gente
pobre, que vive en el campo) y en segundo lugar, entender que mientras el
modelo de Estado consagrado en la Carta Constitucional no sea aceptado por
quienes ocupan altos cargos del Estado, será muy difícil avanzar hacia la construcción
de una sociedad más justa.
[1] A lo
anterior se suma la que podría ser una decisión política clara y directa de
sucesivos gobiernos, que han mantenido la debilidad del aparato judicial,
expresión clara del desinterés político y social por aportar a la construcción
de una sociedad civilizada. Los problemas de la justicia colombiana no son sólo
presupuestales, sino de coherencia jurídica, así como de entereza y firmeza
ética de jueces y magistrados que han sucumbido ante el poder corruptor del
dinero y ante el poder político que exacerba las veleidades de varios
operadores judiciales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario