YO DIGO SÍ A LA PAZ

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viernes, 25 de octubre de 2013

MARCO JURÍDICO PARA LA PAZ, CONCEPCIONES DE ESTADO, ESCENARIOS DE POSCONFLICTO Y PERDÓN COLECTIVO

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Texto leído en la mesa de trabajo número 8, Marco Jurídico para la Paz, en el marco del VI Congreso de la Red de Universidades por la Paz, instalada en la Universidad Autónoma de Occidente, Cali, Colombia, el 24 de octubre de 2013.

La Corte Constitucional declaró exequible el Marco Jurídico para la Paz. Sin duda, se trata de un hecho jurídico y político de especial significado no sólo para el Gobierno de Santos, sino para el proceso de paz, así en varias ocasiones miembros de las Farc hayan desestimado los alcances y la legitimidad  de dicho marco, así como la moralidad del conjunto de la justicia colombiana para juzgar sus actuaciones.

Sin embargo, la Corte Constitucional llamó la atención sobre el tema del juzgamiento de los máximos líderes de las Farc, por la comisión de delitos de lesa humanidad. Y lo hizo, en un polarizado ambiente en el que aparecen constantes y mediatizadas advertencias de sectores de poder social y político que señalan y aseguran que habrá impunidad, una vez se firme la paz entre el Gobierno y la cúpula de las Farc. Por ejemplo, el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado en reiteradas ocasiones ha dicho que habrá impunidad y que él, desde la Procuraduría, demandará el acuerdo de paz que asegure que los líderes  farianos no paguen con cárcel los delitos de lesa humanidad cometidos.

Al respecto, la Corte Constitucional señaló que  “… los mecanismos de suspensión condicional  de ejecución de la pena, sanciones extrajudiciales, penas  alternativas y las modalidades especiales de cumplimiento, no  implican por sí solos una sustitución de los pilares esenciales de la  Carta, siempre que se encuentren orientados a satisfacer los  derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la no  repetición…. Finalmente, consideró necesario fijar los siguientes parámetros de  interpretación del Acto Legislativo, para que estos sean observados  por el Congreso de la República al expedir la Ley Estatutaria que  desarrolle el “Marco Jurídico para la Paz”. 1.- El articulado de la Ley Estatutaria deberá ser respetuoso de los  compromisos internacionales contemplados en los tratados que  hacen parte del bloque de constitucionalidad, en cuanto a la  obligación de investigar, juzgar y en su caso sancionar las graves  violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional  Humanitario.  6.- La Ley Estatutaria deberá determinar los criterios de selección y  priorización. Para que procedan los criterios de selección y priorización, el  grupo armado deberá contribuir de manera real y efectiva al  esclarecimiento de la verdad, la reparación de las víctimas, la liberación de los secuestrados y la desvinculación de todos los  menores de edad. 8.- Se debe garantizar la verdad y revelación de todos los hechos constitutivos de graves violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario, a través de mecanismos judiciales o extrajudiciales como la Comisión de la Verdad…[1].

En varios espacios de opinión, detractores, críticos y puristas del derecho fustigan no sólo dicho marco legal, sino los argumentos con los cuales lo defiende el Fiscal General, Eduardo Montealegre, así como en su momento lo defendió el entonces  Ministro del Interior, Fernando Carrillo Flórez.

Más allá de las discusiones jurídicas en el contexto de lo que sería una justicia transicional y de los efectos políticos e incluso, económicos y jurídicos que genere la aplicación de ese marco para la paz, como camino para poner fin al conflicto armado con las Farc, expongo tres factores que poco se evidencian en las actuales discusiones en torno a dicho marco legal y las que se vienen dando desde que el proceso de paz arrancó.

El primer factor hace referencia a la moral y al funcionamiento del Estado. El segundo, a la mirada que la sociedad civil urbana viene haciendo no sólo de las víctimas del conflicto, sino de la propia guerra interna. Y el tercer factor tiene que ver con el daño que hace a la institucionalidad, el hecho de que altos funcionarios tengan concepciones particulares alrededor de lo que debe ser el Estado y en particular, los caminos que llevarían al fortalecimiento del Estado Social de Derecho.


Moral y funcionamiento del Estado

Señalan algunos que con el Marco Jurídico para la Paz habrá impunidad y que el Estado renunciaría a castigar ejemplarmente a quienes cometieron delitos de lesa humanidad. Olvidan quienes exponen ese argumento, que el gobierno de Uribe Vélez extraditó a jefes paramilitares que fueron juzgados, finalmente, por delitos de narcotráfico. Muchos dirán que están pagando fuertes penas en los Estados Unidos y que eso es suficiente, pero no examinan la subvaloración moral, ética, jurídica y política de los delitos de lesa humanidad  ordenados por los líderes de los paramilitares, criminales que masacraron y desplazaron a cientos de miles de colombianos. Según el informe Basta Ya, hay documentadas 1.982 masacres ente 1980 y 2012. En el periodo 1996 y 2002,  se registraron 1.089 masacres, con un saldo de 6569 víctimas. Esto representa el 55% del total de las masacres. En el mismo informe se lee que la responsabilidad de los paramilitares recae sobre la comisión de  1.166 masacres, es decir, el 58,9% del total cometidas.

De tiempo atrás, como Estado y como sociedad, Colombia viene dándole un menor valor a la comisión de delitos que comprometen en materia grave la dignidad de las víctimas civiles que han sufrido los estragos de una guerra degradada. Ha sido así, por cuenta de un Estado precario y débil, que al estar cooptado por mafias clientelares enquistadas en el poder político, no tiene el talante moral para exigirle a los criminales y violadores de los derechos humanos que reconozcan sus delitos y mucho menos tiene la capacidad institucional para someterlos al llamado de la justicia[2].  

La mirada indolente de la sociedad civil urbana

La subvaloración de las víctimas del conflicto armado interno nace de una sociedad civil urbana que jamás dimensionó los efectos psicosociales, económicos y políticos de la guerra interna colombiana. Esa sociedad civil urbana siempre miró las razones del levantamiento armado y las acciones de los guerrilleros, como asuntos de bandas criminales, de un grupo de desadaptados que un día se levantó contra el orden social y político propuesto.

Así las cosas, hay un evidente desprecio social y cultural del dolor y el sufrimiento de las víctimas del conflicto armado. Por nuestra incapacidad para imaginar los padecimientos de las personas que han sufrido en carne propia el desplazamiento forzoso y el dolor de aquellas familias que han perdido familiares en masacres y en enfrentamientos entre los actores armados, terminamos por señalar que son cosas de la suerte, e incluso, designios de Dios.

Disímiles concepciones de Estado

Pero quizás hay un elemento que aporta en mayor medida a que se dé ese desprecio generalizado por el sufrimiento de las víctimas del conflicto armado: las disímiles concepciones que del Estado exponen funcionarios públicos y ciudadanos.

Al no existir una ideología compartida de lo que debe ser un Estado moderno, obligado constitucionalmente a actuar como un Estado Social de Derecho, asistimos al inconveniente espectáculo que ofrecen el Fiscal General, Eduardo Montealegre y el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado. Estos altos funcionarios del Estado exhiben modelos y concepciones de Estado totalmente diferentes, asunto inaceptable desde la necesidad que existe de que las particulares formas de pensar, en especial la del Procurador Ordóñez, terminen por impedir que el Estado Social de Derecho cumpla con sus obligaciones, consagradas en la Carta Política.

En las tribunas mediáticas, el Fiscal y el Procurador exhiben sus concepciones alrededor del derecho, de la justicia, de la paz y al final la opinión pública no se da cuenta que quizás el problema estructural del país gira en torno, justamente, a las antagónicas concepciones que tanto Ordóñez Maldonado y Montealegre tienen frente a lo que debe ser el Estado. Pero por efectos de los medios de comunicación, en especial de los noticieros de televisión, que reducen todo a una ‘pelea’ o ‘choque’ de trenes, esa opinión pública termina confundida y sin comprender qué es lo que realmente pasa. Ese sí que es un problema grave.

En reciente entrevista, Eduardo Montealegre respondió así a las preguntas que le formularon en torno a sus discusiones, diferencias y ‘peleas’ que viene sosteniendo con el Procurador y la Contralora General de la República: “Lo que existe es una gran controversia de concepciones del Estado, de la sociedad, del derecho y de los órganos de control. En materia del aborto, el matrimonio de parejas del mismo sexo, el proceso de paz, la estructura y la finalidad del proceso penal. Pero, sobre todo, que él no puede imponerles a los colombianos, específicamente a los funcionarios, a través de los procesos disciplinarios, las concepciones muy respetables que tiene del Estado, el derecho y la sociedad; que no respete el principio de Estado laico que tiene la Constitución del 91, y que trate de imponer su pensamiento ejerciendo el poder disciplinario[3].

En lo que hay que avanzar

El Marco Jurídico para la Paz y la ley estatutaria que lo desarrolle, tendrán sentido si y solo sí la paz entre las Farc y el Gobierno de Santos se firme. Ese es un hecho que no podemos olvidar, de allí la necesidad de advertir las conexiones que hay que establecer entre el Marco Jurídico para la Paz, las circunstancias en las que opera el Estado, así como ciertos cambios que se deben dar al interior de la sociedad y del Estado mismo, para que tenga sentido dicha  herramienta jurídica.

Firmada la paz, es urgente no sólo poner en marcha el Marco Jurídico para la Paz y refrendar social, jurídica y políticamente los acuerdos a los que lleguen las partes que dialogan en La Habana, sino hacer ingentes esfuerzos para diseñar escenarios de posconflicto que garanticen verdad, justicia, reparación, pero sobre todo, no repetición.

Ese multifactorial escenario de posguerra abarca variables y circunstancias que lo hacen complejo de realizar, dado que en tantos años de guerra interna, se ha naturalizado no sólo la debilidad del Estado, las prácticas clientelistas de la clase dirigente, la cooptación privada, legal e ilegal del Estado y la desarticulación de la sociedad civil, sino la crisis de los procesos civilizatorios echados a andar en una Nación que deviene sin un proyecto que recoja las complejidades de un país pluriétnico, multicultural y biodiverso.

Propongo cuatro categorías sobre las cuales se puede sostener el anhelado escenario de posguerra, con el firme propósito de orientar la discusión en universidades y centros de pensamiento, así como en sectores sociales y políticos. Aunque por razones de tiempo, solo leeré la primera, titulada Posconflicto estatal y político




Posconflicto estatal y político

Una primera expresión de ese anhelado escenario de posconflicto tiene que ver con el Estado y en especial, con la urgente necesidad de consolidar social, económica, jurídica y políticamente un real, efectivo, eficaz y eficiente Estado Social de Derecho. Estado Social de Derecho que demanda de los tres poderes públicos, de los partidos políticos, de cada uno de nosotros y de la élite política tradicional, reales compromisos para que ese carácter perdure y se haga presente a través del actuar estatal y de una consensuada ideología de Estado, defendida por todos y cada uno de los colombianos.
Ahora bien,  en materia de derecho internacional, es urgente que el Estado enfrente, con carácter y fortaleza, la injerencia de organismos como la ONU y de la Corte Penal Internacional, y por supuesto, la presión que ejercen Amnistía Internacional (AI) y HRW, en cabeza de José Miguel Vivanco, ente otros, en lo que concierne, por ejemplo, a las características, particularidades y exigencias de la justicia transicional que se necesitará para darle viabilidad jurídica y política al proceso de negociación y a la reinserción de los combatientes de las Farc que se desmovilicen. Sin duda, deberá hablarse de amnistías colectivas para todos los miembros de los ejércitos enfrentados (Fuerza Pública, Paramilitares y Guerrilleros), sobre la base de que se conozca la verdad, que haya justicia, reparación, así como el compromiso y las garantías, sociales y estatales, de que no habrá  repetición.
Redefinir el papel del Estado, hacerlo sólido y desnaturalizar su debilidad, así como desmontar las mafias clientelares enquistadas en oficinas e instituciones oficiales, aupadas por partidos y líderes políticos, son acciones concretas para dar vida al posconflicto estatal. La coordinación entre las instituciones estatales debe ser el resultado de un consenso nacional alrededor de lo que debe ser el Estado, como orden social y político capaz de garantizar condiciones dignas y seguras de vida para sus asociados.
Estamos, entonces, ante la necesidad de pensar en un nuevo pacto social, que puede empezarse a gestarse, por vía de una Asamblea Nacional Constituyente, sin que se piense que el posconflicto descansa de manera exclusiva en esta posibilidad de lograr una sociedad y un Estado verdaderamente modernos.
Posconflicto cultural
Es posible señalar que hay procesos civilizatorios que históricamente devienen como fallidos o por lo menos, con graves problemas en el afianzamiento de principios y valores en torno a lo que debe ser una vida digna dentro de una Nación plural y compleja culturalmente.
La sociedad y la Nación colombianas deben no sólo aprender a dirimir y a resolver sus conflictos de manera pacífica, dialogante y de acuerdo con los marcos legales, sino a reconocer particularidades regionales en las que la guerra interna se viene manifestando de muy diversas maneras. Por ejemplo, el sur del país, el Chocó Biogeográfico y la Costa Atlántica exhiben diversas circunstancias y dinámicas de la guerra interna que hacen pensar en que las soluciones de posconflicto sean diferentes frente a otras que se planteen para territorios en donde los enfrentamientos entre las fuerzas estatales y guerrilleras han sido menos intensos.
Lo anterior exigiría un profundo cambio cultural del que debe ocuparse, en primera instancia, el Estado, a través de los Ministerios de Educación y de Cultura, así como ONG, movimientos sociales, estudiantiles, medios de comunicación, industria del entretenimiento y sindicatos, entre otros. A través del diseño de Políticas Públicas de Estado hay que modificar y afectar, sustancialmente, imaginarios individuales y colectivos, así como las formas en las que los ciudadanos se representan el poder y las maneras como se deben resolver las diferencias, los problemas y los conflictos.
En ese camino, es viable proponer la desconcentración de la propiedad de los medios de comunicación, con el claro propósito de desligar la producción noticiosa de actores de poder económico y político, que vienen insistiendo en imponer un tipo de cultura blanca, patriarcal y urbana, que mira con desdén las culturas afrocolombiana e indígena. Por ese camino, tanto el discurso publicitario, como la industria del entretenimiento (producción de novelas, seriados y películas) deben articularse a un discurso que promueva el reconocimiento cultural, el respeto a la diferencia y la no estigmatización y exclusión de sectores poblacionales por razones religiosas, de sexo, étnicas, orientación sexual e ideología, entre otras.
Posconflicto ambiental
La Ley 99 de 1993 no sólo representó la oportunidad de avanzar hacia el logro de un verdadero desarrollo sostenible, sino que fue la expresión de los compromisos que Colombia adquirió en materia ambiental con el mundo, a partir de las discusiones de Río en 1992.
Hoy, más de 20 años después, el país ve pasar, sin mayores controles sociales, ambientales y políticos, una locomotora minero-energética que ya está dejando graves consecuencias en lo que concierne a la pérdida de masa boscosa, contaminación de ríos y en general, efectos socio ambientales de incalculables dimensiones.
Es urgente replantear las relaciones planteadas entre los seres humanos y la naturaleza, en especial en zonas frágiles y de gran valor, por los servicios ambientales que presta a comunidades indígenas, afro, campesinas y urbanas.  El modelo de desarrollo extractivo no puede continuar poniendo en riesgo una delicada biodiversidad, la seguridad alimentaria, el goce estético y la calidad de vida de los colombianos. Repensar el modelo de desarrollo económico atraviesa los esfuerzos que hay que hacer para fortalecer el Estado, modificar culturalmente a una élite de poder que ha usado la institucionalidad estatal para ampliar y profundizar privilegios de clase, así como al grueso del pueblo colombiano que no asume aún las responsabilidades que cada uno de nosotros debe asumir como ciudadano políticamente comprometido con el devenir de la Nación.
Posconflicto económico
Es necesario modificar el modelo económico, de cara a los cambios propuestos para el Estado, en el llamado posconflicto estatal. Necesariamente hay que pensar en la distribución de la riqueza, en la desconcentración de la misma y someter el manejo macroeconómico a las necesidades internas, y no a las exigencias, por ejemplo, del mercado internacional y en especial, a los compromisos de la deuda externa (pública y privada).
Los cambios en el modelo económico deben llevar a retomar los caminos de la industrialización, teniendo en cuenta  condiciones regionales y las aspiraciones de las comunidades, que deben ser previamente consultadas.
En lo que toca al sector rural, hay que señalar que el actual modelo de desarrollo rural no sólo es inviable, sino que es generador de violencia, inequidad y discriminación. Para modificar este estado de cosas, no sólo se requiere una fuerte institucionalidad y recursos económicos (subsidios), sino repensar el modelo centralista, que suele adoptar políticas agrarias y agroindustriales desde las lógicas tecnócratas de carteras ministeriales ubicadas en Bogotá, que están al servicio de gremios, latifundistas y agroindustriales y por esa vía, suelen desconocerse y violentarse vocaciones, necesidades y aspiraciones locales y regionales. Con todo lo anterior, queda claro que el posconflicto en Colombia es un escenario que exigirá cambios profundos en el Estado, en el modelo económico y político, en la sociedad y en la cultura. La democracia económica es otro factor sobre el que se debe trabajar para ampliar las democracias política y social, y por ese camino, legitimar al Estado Social de Derecho, a través de una ciudadanía que tiene claro sus derechos, pero también sus obligaciones.
De igual manera, hay que cuestionar, congelar y reversar, si es el caso, algunas o todas aquellas políticas, recetas y recomendaciones que organismos multilaterales de crédito vienen haciendo a sucesivos gobiernos, alineados bajo las orientaciones del Consenso de Washington. Sin entrar en confrontaciones que conlleven al país a un aislamiento económico y político, es importante que a través de un sólido proyecto de Nación, que recoja la diversidad cultural manifiesta en disímiles regiones y la condición de ser una potencia en términos de biodiversidad, los Presidentes colombianos, el Congreso, los partidos políticos y actores de la sociedad civil, asuman el compromiso político y ético de ‘negociar’ con dignidad las ‘recomendaciones’ que de tiempo atrás le viene entregando el Fondo Monetario Internacional.


Todos debemos pedir perdón
El modelo de justicia transicional que se adopte en Colombia, como factor jurídico-político fundamental para ratificar los acuerdos a los que lleguen los líderes de las Farc y el Gobierno de Santos, en aras de poner fin al conflicto armado interno, deberá dar cuenta de varios elementos sustanciales: verdad, justicia, reparación, perdón y no repetición.

En las ya candentes discusiones sobre las penas que la justicia deberá (podrá) imponer a los jefes guerrilleros que hagan dejación de armas y las formas de condonación de dichas condenas, el perdón aparece tímidamente, a pesar de que sectores sociales reclaman a grito herido que los líderes farianos paguen condenas altas, en cárceles del Estado, por las fechorías y los delitos cometidos en más de 50 años de guerra interna.

El perdón, como acción simbólica, merece un mejor lugar en una sociedad polarizada en torno a la naturaleza del conflicto y a las aparentemente ilegítimas formas de lucha con las que las Farc han enfrentado al Estado colombiano.

Y ese lugar que le podamos -o debamos- dar al perdón, no puede sostenerse exclusivamente en las expresiones de arrepentimiento de un actor político armado llamado Farc, sino que debe extenderse a todos y cada uno de los sectores, actores y agentes de un Estado y de una sociedad, comprometidos seriamente en el mantenimiento de la guerra interna colombiana.

Sin duda, las Farc deben pedirle perdón al país. Y deberán arrepentirse de haber violado los derechos humanos de menores de edad  reclutados. De igual forma, por haber conculcado los derechos  de los civiles que cayeron en los ataques a unidades policiales y militares. Y sería simbólicamente correcto, que las Farc pidieran perdón al país por la violación de las normas del DIH y por los daños ambientales que han producido en nuestras selvas y ríos.

Pero también debe pedir perdón el Estado, por su incapacidad, por su debilidad y porque como orden político y social arrastra episodios y momentos precisos de su historia, en los que se ha acercado a lo que se conoce como un Estado colapsado o fallido.

También esperamos claras muestras de arrepentimiento de las multinacionales que han saqueado al país y que aprovechándose de la incapacidad del Estado y de sucesivos gobiernos para negociar con mínimos de dignidad, sólo han dejado pobreza y desastres ambientales en los lugares en donde posaron sus intereses.

Los gremios económicos y los bancos, que se han servido del Estado y que han hecho ingentes esfuerzos por mantener privilegios de clase, a costa de millones de colombianos que apenas sobreviven con miserables salarios. Ellos también deben pedirle perdón al país. Además, deben demostrarle al país que no apoyaron el paramilitarismo tal y como se señala en varios sectores de la opinión pública. Y si patrocinaron a los paramilitares, entonces deberán pedir perdón.

Los militares y en general los miembros de la fuerza pública que en contubernio con paramilitares y bandas criminales, violaron los derechos humanos de cientos de miles de ciudadanos, en especial en los periodos presidenciales de Julio César Turbay Ayala y Álvaro Uribe Vélez. También, por haber apoyado gobiernos ilegítimos y haber ocultado la verdad de hechos punibles que han generado dolor y desazón en la población civil. Ellos también deberán sumarse a la gran jornada de perdón.

La clase política y dirigente, por haber ayudado a consolidar un régimen de poder excluyente y violento, y por su incapacidad y desinterés de pensar y diseñar un proyecto de nación en el que sea posible que los colombianos, a pesar de la diversidad cultural, se puedan encontrar alrededor de mitos fundantes que sostengan esa idea de ser colombiano. Esa clase política y dirigente también deberá pedir perdón.

Otros actores políticos que deberán pedir perdón al país, son los medios de comunicación, porque en cabeza de editores y periodistas le han servido de caja de resonancia al régimen, se han autocensurado y han aceptado presiones de gobiernos para ocultar hechos que comprometían el actuar ético y político de Presidentes y ministros. Y deben pedir perdón porque a través de un discurso periodístico moralizante, provocador, ahistórico y violento, medios y periodistas han contribuido, por ejemplo, a que hoy los colombianos, las audiencias, no puedan comprender la naturaleza  y la evolución del conflicto y de los actores armados, más allá de expresiones de dolor y de rabia en torno a enfrentamientos militares.

La Iglesia Católica también deberá pedir perdón al país. Y lo debe hacer porque insiste en principios y creencias que hoy no están acordes con el espíritu de la Carta Política de 1991. Porque desde el púlpito, curas y grandes jerarcas han legitimado un régimen de poder cooptado por mafias clientelares.

También deben pedir perdón los voceros de los partidos tradicionales, los ricos de este país y cada uno de nosotros, en la medida en que somos culpables, por acción u omisión de lo que ha venido sucediendo con este largo y degradado conflicto armado interno.

Propongo, entonces, varias jornadas de perdón, de cara al país, en las que cada actor político, económico, social y militar, entre otros, reconozca que se equivocó, que cometió errores, que pudo violar o violó la ley, que desestimó la violación de los derechos humanos, que aceptó, sin mayor análisis y crítica, circunstancias y decisiones políticas que afectaban a cientos de miles de compatriotas. 

Debemos reconocer que tenemos episodios y hechos de nuestra historia y de nuestro presente inmediato, que hacen posible señalar que como Nación hemos fallado.



[2] A lo anterior se suma la que podría ser una decisión política clara y directa de sucesivos gobiernos, que han mantenido la debilidad del aparato judicial, expresión clara del desinterés político y social por aportar a la construcción de una sociedad civilizada. Los problemas de la justicia colombiana no son sólo presupuestales, sino de coherencia jurídica, así como de entereza y firmeza ética de jueces y magistrados que han sucumbido ante el poder corruptor del dinero y ante el poder político que exacerba las veleidades de varios operadores judiciales.

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