Por Germán Ayala Osorio,
comunicador social y politólogo
Texto leído en la mesa de
trabajo número 8, Marco Jurídico para la Paz, en el marco del VI Congreso de la
Red de Universidades por la Paz, instalada en la Universidad Autónoma de
Occidente, Cali, Colombia, el 24 de octubre de 2013.
La Corte Constitucional declaró
exequible el Marco Jurídico para la Paz. Sin duda, se trata de un hecho
jurídico y político de especial significado no sólo para el Gobierno de Santos,
sino para el proceso de paz, así en varias ocasiones miembros de las Farc hayan
desestimado los alcances y la legitimidad
de dicho marco, así como la moralidad del conjunto de la justicia
colombiana para juzgar sus actuaciones.
Sin embargo, la Corte
Constitucional llamó la atención sobre el tema del juzgamiento de los máximos
líderes de las Farc, por la comisión de delitos de lesa humanidad. Y lo hizo,
en un polarizado ambiente en el que aparecen constantes y mediatizadas
advertencias de sectores de poder social y político que señalan y aseguran que
habrá impunidad, una vez se firme la paz entre el Gobierno y la cúpula de las
Farc. Por ejemplo, el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez
Maldonado en reiteradas ocasiones ha dicho que habrá impunidad y que él, desde
la Procuraduría, demandará el acuerdo de paz que asegure que los líderes farianos no paguen con cárcel los delitos de
lesa humanidad cometidos.
Al respecto, la Corte
Constitucional señaló que “… los mecanismos de suspensión
condicional de ejecución de la pena,
sanciones extrajudiciales, penas
alternativas y las modalidades especiales de cumplimiento, no implican por sí solos una sustitución de los
pilares esenciales de la Carta, siempre
que se encuentren orientados a satisfacer los
derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la
no repetición…. Finalmente, consideró
necesario fijar los siguientes parámetros de interpretación del Acto Legislativo, para que
estos sean observados por el Congreso de
la República al expedir la Ley Estatutaria que desarrolle el “Marco Jurídico para la Paz”. 1.-
El articulado de la Ley Estatutaria deberá ser respetuoso de los compromisos internacionales contemplados en
los tratados que hacen parte del bloque
de constitucionalidad, en cuanto a la obligación
de investigar, juzgar y en su caso sancionar las graves violaciones a los Derechos Humanos y al
Derecho Internacional Humanitario. 6.- La Ley Estatutaria deberá determinar los
criterios de selección y priorización. Para
que procedan los criterios de selección y priorización, el grupo armado deberá contribuir de manera real
y efectiva al esclarecimiento de la
verdad, la reparación de las víctimas, la liberación de los secuestrados y la
desvinculación de todos los menores de
edad. 8.- Se debe garantizar la verdad y revelación de todos los hechos
constitutivos de graves violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho
Internacional Humanitario, a través de mecanismos judiciales o extrajudiciales
como la Comisión de la Verdad…”[1].
En varios espacios de opinión,
detractores, críticos y puristas del derecho fustigan no sólo dicho marco
legal, sino los argumentos con los cuales lo defiende el Fiscal General,
Eduardo Montealegre, así como en su momento lo defendió el entonces Ministro del Interior, Fernando Carrillo
Flórez.
Más allá de las discusiones
jurídicas en el contexto de lo que sería una justicia transicional y de los
efectos políticos e incluso, económicos y jurídicos que genere la aplicación de
ese marco para la paz, como camino para poner fin al conflicto armado con las
Farc, expongo tres factores que poco se evidencian en las actuales discusiones
en torno a dicho marco legal y las que se vienen dando desde que el proceso de
paz arrancó.
El primer factor hace
referencia a la moral y al funcionamiento del Estado. El segundo, a la mirada
que la sociedad civil urbana viene haciendo no sólo de las víctimas del
conflicto, sino de la propia guerra interna. Y el tercer factor tiene que ver
con el daño que hace a la institucionalidad, el hecho de que altos funcionarios
tengan concepciones particulares alrededor de lo que debe ser el Estado y en
particular, los caminos que llevarían al fortalecimiento del Estado Social de
Derecho.
Moral y funcionamiento del Estado
Señalan algunos que con el
Marco Jurídico para la Paz habrá impunidad y que el Estado renunciaría a
castigar ejemplarmente a quienes cometieron delitos de lesa humanidad. Olvidan
quienes exponen ese argumento, que el gobierno de Uribe Vélez extraditó a jefes
paramilitares que fueron juzgados, finalmente, por delitos de narcotráfico.
Muchos dirán que están pagando fuertes penas en los Estados Unidos y que eso es
suficiente, pero no examinan la subvaloración moral, ética, jurídica y política
de los delitos de lesa humanidad ordenados por los líderes de los
paramilitares, criminales que masacraron y desplazaron a cientos de miles de
colombianos. Según el informe Basta Ya, hay documentadas 1.982 masacres ente
1980 y 2012. En el periodo 1996 y 2002,
se registraron 1.089 masacres, con un saldo de 6569 víctimas. Esto
representa el 55% del total de las masacres. En el mismo informe se lee que la
responsabilidad de los paramilitares recae sobre la comisión de 1.166 masacres, es decir, el 58,9% del total
cometidas.
De tiempo atrás, como Estado y
como sociedad, Colombia viene dándole un menor valor a la comisión de delitos que
comprometen en materia grave la dignidad de las víctimas civiles que han
sufrido los estragos de una guerra degradada. Ha sido así, por cuenta de un
Estado precario y débil, que al estar cooptado por mafias clientelares
enquistadas en el poder político, no tiene el talante moral para exigirle a los
criminales y violadores de los derechos humanos que reconozcan sus delitos y
mucho menos tiene la capacidad institucional para someterlos al llamado de la
justicia[2].
La mirada indolente de la sociedad civil urbana
La subvaloración de las víctimas
del conflicto armado interno nace de una sociedad civil urbana que jamás
dimensionó los efectos psicosociales, económicos y políticos de la guerra
interna colombiana. Esa sociedad civil urbana siempre miró las razones del
levantamiento armado y las acciones de los guerrilleros, como asuntos de bandas
criminales, de un grupo de desadaptados que un día se levantó contra el orden
social y político propuesto.
Así las cosas, hay un evidente
desprecio social y cultural del dolor y el sufrimiento de las víctimas del
conflicto armado. Por nuestra incapacidad para imaginar los padecimientos de
las personas que han sufrido en carne propia el desplazamiento forzoso y el
dolor de aquellas familias que han perdido familiares en masacres y en
enfrentamientos entre los actores armados, terminamos por señalar que son cosas
de la suerte, e incluso, designios de Dios.
Disímiles concepciones de Estado
Pero quizás hay un elemento que
aporta en mayor medida a que se dé ese desprecio generalizado por el
sufrimiento de las víctimas del conflicto armado: las disímiles concepciones
que del Estado exponen funcionarios públicos y ciudadanos.
Al no existir una ideología
compartida de lo que debe ser un Estado moderno, obligado constitucionalmente a
actuar como un Estado Social de Derecho, asistimos al inconveniente espectáculo
que ofrecen el Fiscal General, Eduardo Montealegre y el Procurador General de
la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado. Estos altos funcionarios del Estado
exhiben modelos y concepciones de Estado totalmente diferentes, asunto
inaceptable desde la necesidad que existe de que las particulares formas de
pensar, en especial la del Procurador Ordóñez, terminen por impedir que el
Estado Social de Derecho cumpla con sus obligaciones, consagradas en la Carta Política.
En las tribunas mediáticas, el
Fiscal y el Procurador exhiben sus concepciones alrededor del derecho, de la
justicia, de la paz y al final la opinión pública no se da cuenta que quizás el
problema estructural del país gira en torno, justamente, a las antagónicas concepciones
que tanto Ordóñez Maldonado y Montealegre tienen frente a lo que debe ser el
Estado. Pero por efectos de los medios de comunicación, en especial de los
noticieros de televisión, que reducen todo a una ‘pelea’ o ‘choque’ de trenes,
esa opinión pública termina confundida y sin comprender qué es lo que realmente
pasa. Ese sí que es un problema grave.
En
reciente entrevista, Eduardo Montealegre respondió así a las preguntas que le
formularon en torno a sus discusiones, diferencias y ‘peleas’ que viene
sosteniendo con el Procurador y la Contralora General de la República: “Lo que existe es una gran controversia de
concepciones del Estado, de la sociedad, del derecho y de los órganos de
control. En materia del aborto, el matrimonio de parejas del mismo sexo, el
proceso de paz, la estructura y la finalidad del proceso penal. Pero, sobre
todo, que él no puede imponerles a los colombianos, específicamente a los
funcionarios, a través de los procesos disciplinarios, las concepciones muy respetables
que tiene del Estado, el derecho y la sociedad; que no respete el principio de
Estado laico que tiene la Constitución del 91, y que trate de imponer su
pensamiento ejerciendo el poder disciplinario”[3].
En lo que hay que avanzar
El Marco Jurídico para la Paz y
la ley estatutaria que lo desarrolle, tendrán sentido si y solo sí la paz entre
las Farc y el Gobierno de Santos se firme. Ese es un hecho que no podemos
olvidar, de allí la necesidad de advertir las conexiones que hay que establecer
entre el Marco Jurídico para la Paz, las circunstancias en las que opera el
Estado, así como ciertos cambios que se deben dar al interior de la sociedad y
del Estado mismo, para que tenga sentido dicha
herramienta jurídica.
Firmada la paz, es urgente no
sólo poner en marcha el Marco Jurídico para la Paz y refrendar social, jurídica
y políticamente los acuerdos a los que lleguen las partes que dialogan en La
Habana, sino hacer ingentes esfuerzos para diseñar escenarios de posconflicto
que garanticen verdad, justicia, reparación, pero sobre todo, no repetición.
Ese multifactorial escenario de
posguerra abarca variables y circunstancias que lo hacen complejo de realizar,
dado que en tantos años de guerra interna, se ha naturalizado no sólo la debilidad del Estado, las prácticas
clientelistas de la clase dirigente, la cooptación privada, legal e ilegal del
Estado y la desarticulación de la sociedad civil, sino la crisis de los
procesos civilizatorios echados a andar en una Nación que deviene sin un
proyecto que recoja las complejidades de un país pluriétnico, multicultural y
biodiverso.
Propongo cuatro categorías
sobre las cuales se puede sostener el anhelado escenario de posguerra, con el
firme propósito de orientar la discusión en universidades y centros de pensamiento,
así como en sectores sociales y políticos. Aunque por razones de tiempo, solo
leeré la primera, titulada Posconflicto estatal y político
Posconflicto estatal y político
Una primera expresión de ese
anhelado escenario de posconflicto tiene que ver con el Estado y en especial,
con la urgente necesidad de consolidar social, económica, jurídica y
políticamente un real, efectivo, eficaz y eficiente Estado Social de Derecho.
Estado Social de Derecho que demanda de los tres poderes públicos, de los partidos
políticos, de cada uno de nosotros y de la élite política tradicional, reales
compromisos para que ese carácter perdure y se haga presente a través del
actuar estatal y de una consensuada ideología de Estado, defendida por todos y
cada uno de los colombianos.
Ahora bien, en materia de derecho internacional, es
urgente que el Estado enfrente, con carácter y fortaleza, la injerencia de
organismos como la ONU y de la Corte Penal Internacional, y por supuesto, la
presión que ejercen Amnistía Internacional (AI) y HRW, en cabeza de José Miguel
Vivanco, ente otros, en lo que concierne, por ejemplo, a las características,
particularidades y exigencias de la justicia transicional que se necesitará
para darle viabilidad jurídica y política al proceso de negociación y a la
reinserción de los combatientes de las Farc que se desmovilicen. Sin duda,
deberá hablarse de amnistías colectivas para todos los miembros de los
ejércitos enfrentados (Fuerza Pública, Paramilitares y Guerrilleros), sobre la
base de que se conozca la verdad, que haya justicia, reparación, así como el
compromiso y las garantías, sociales y estatales, de que no habrá repetición.
Redefinir el papel
del Estado, hacerlo sólido y desnaturalizar su debilidad, así como desmontar
las mafias clientelares enquistadas en oficinas e instituciones oficiales,
aupadas por partidos y líderes políticos, son acciones concretas para dar vida
al posconflicto estatal. La coordinación entre las instituciones estatales
debe ser el resultado de un consenso nacional alrededor de lo que debe ser el
Estado, como orden social y político capaz de garantizar condiciones dignas y
seguras de vida para sus asociados.
Estamos, entonces, ante la
necesidad de pensar en un nuevo pacto social, que puede empezarse a gestarse,
por vía de una Asamblea Nacional Constituyente, sin que se piense que el
posconflicto descansa de manera exclusiva en esta posibilidad de lograr una
sociedad y un Estado verdaderamente modernos.
Posconflicto cultural
Es posible señalar que hay
procesos civilizatorios que históricamente devienen como fallidos o por lo
menos, con graves problemas en el afianzamiento de principios y valores en
torno a lo que debe ser una vida digna dentro de una Nación plural y compleja
culturalmente.
La sociedad y la Nación colombianas
deben no sólo aprender a dirimir y a resolver sus conflictos de manera
pacífica, dialogante y de acuerdo con los marcos legales, sino a reconocer
particularidades regionales en las que la guerra interna se viene manifestando
de muy diversas maneras. Por ejemplo, el sur del país, el Chocó Biogeográfico y
la Costa Atlántica exhiben diversas circunstancias y dinámicas de la guerra
interna que hacen pensar en que las soluciones de posconflicto sean diferentes
frente a otras que se planteen para territorios en donde los enfrentamientos
entre las fuerzas estatales y guerrilleras han sido menos intensos.
Lo anterior exigiría un
profundo cambio cultural del que debe ocuparse, en primera instancia, el
Estado, a través de los Ministerios de Educación y de Cultura, así como ONG,
movimientos sociales, estudiantiles, medios de comunicación, industria del
entretenimiento y sindicatos, entre otros. A través del diseño de Políticas
Públicas de Estado hay que modificar y afectar, sustancialmente, imaginarios
individuales y colectivos, así como las formas en las que los ciudadanos se
representan el poder y las maneras como se deben resolver las diferencias, los
problemas y los conflictos.
En ese camino, es viable
proponer la desconcentración de la propiedad de los medios de comunicación, con
el claro propósito de desligar la producción noticiosa de actores de poder
económico y político, que vienen insistiendo en imponer un tipo de cultura
blanca, patriarcal y urbana, que mira con desdén las culturas afrocolombiana e
indígena. Por ese camino, tanto el discurso publicitario, como la industria del
entretenimiento (producción de novelas, seriados y películas) deben articularse
a un discurso que promueva el reconocimiento cultural, el respeto a la
diferencia y la no estigmatización y exclusión de sectores poblacionales por
razones religiosas, de sexo, étnicas, orientación sexual e ideología, entre
otras.
Posconflicto ambiental
La Ley 99 de 1993 no sólo
representó la oportunidad de avanzar hacia el logro de un verdadero desarrollo
sostenible, sino que fue la expresión de los compromisos que Colombia adquirió
en materia ambiental con el mundo, a partir de las discusiones de Río en 1992.
Hoy, más de 20 años después, el
país ve pasar, sin mayores controles sociales, ambientales y políticos, una
locomotora minero-energética que ya está dejando graves consecuencias en lo que
concierne a la pérdida de masa boscosa, contaminación de ríos y en general,
efectos socio ambientales de incalculables dimensiones.
Es urgente replantear las relaciones
planteadas entre los seres humanos y la naturaleza, en especial en zonas
frágiles y de gran valor, por los servicios ambientales que presta a
comunidades indígenas, afro, campesinas y urbanas. El modelo de desarrollo extractivo no puede
continuar poniendo en riesgo una delicada biodiversidad, la seguridad
alimentaria, el goce estético y la calidad de vida de los colombianos. Repensar
el modelo de desarrollo económico atraviesa los esfuerzos que hay que hacer
para fortalecer el Estado, modificar culturalmente a una élite de poder que ha
usado la institucionalidad estatal para ampliar y profundizar privilegios de
clase, así como al grueso del pueblo colombiano que no asume aún las
responsabilidades que cada uno de nosotros debe asumir como ciudadano políticamente
comprometido con el devenir de la Nación.
Posconflicto económico
Es necesario modificar el
modelo económico, de cara a los cambios propuestos para el Estado, en el
llamado posconflicto estatal. Necesariamente hay que pensar en la distribución
de la riqueza, en la desconcentración de la misma y someter el manejo
macroeconómico a las necesidades internas, y no a las exigencias, por ejemplo,
del mercado internacional y en especial, a los compromisos de la deuda externa
(pública y privada).
Los cambios en el modelo
económico deben llevar a retomar los caminos de la industrialización, teniendo
en cuenta condiciones regionales y las
aspiraciones de las comunidades, que deben ser previamente consultadas.
En lo que toca al sector rural,
hay que señalar que el actual modelo de desarrollo rural no sólo es inviable,
sino que es generador de violencia, inequidad y discriminación. Para modificar
este estado de cosas, no sólo se requiere una fuerte institucionalidad y
recursos económicos (subsidios), sino repensar el modelo centralista, que suele
adoptar políticas agrarias y agroindustriales desde las lógicas tecnócratas de
carteras ministeriales ubicadas en Bogotá, que están al servicio de gremios,
latifundistas y agroindustriales y por esa vía, suelen desconocerse y
violentarse vocaciones, necesidades y aspiraciones locales y regionales. Con
todo lo anterior, queda claro que el posconflicto en Colombia es un escenario
que exigirá cambios profundos en el Estado, en el modelo económico y político,
en la sociedad y en la cultura. La democracia económica es otro factor sobre el
que se debe trabajar para ampliar las democracias política y social, y por ese
camino, legitimar al Estado Social de Derecho, a través de una ciudadanía que
tiene claro sus derechos, pero también sus obligaciones.
De igual manera, hay que
cuestionar, congelar y reversar, si es el caso, algunas o todas aquellas
políticas, recetas y recomendaciones que organismos multilaterales de crédito
vienen haciendo a sucesivos gobiernos, alineados bajo las orientaciones del
Consenso de Washington. Sin entrar en confrontaciones que conlleven al país a
un aislamiento económico y político, es importante que a través de un sólido
proyecto de Nación, que recoja la diversidad cultural manifiesta en disímiles
regiones y la condición de ser una potencia en términos de biodiversidad, los
Presidentes colombianos, el Congreso, los partidos políticos y actores de la
sociedad civil, asuman el compromiso político y ético de ‘negociar’ con
dignidad las ‘recomendaciones’ que de tiempo atrás le viene entregando el Fondo
Monetario Internacional.
Todos debemos pedir perdón
El modelo de justicia transicional que se adopte en
Colombia, como factor jurídico-político fundamental para ratificar los acuerdos
a los que lleguen los líderes de las Farc y el Gobierno de Santos, en aras de
poner fin al conflicto armado interno, deberá dar cuenta de varios elementos
sustanciales: verdad, justicia, reparación, perdón y no repetición.
En las ya candentes discusiones sobre las penas que la
justicia deberá (podrá) imponer a los jefes guerrilleros que hagan dejación de
armas y las formas de condonación de dichas condenas, el perdón aparece
tímidamente, a pesar de que sectores sociales reclaman a grito herido que los
líderes farianos paguen condenas altas, en cárceles del Estado, por las
fechorías y los delitos cometidos en más de 50 años de guerra interna.
El perdón, como acción simbólica, merece un mejor lugar en
una sociedad polarizada en torno a la naturaleza del conflicto y a las aparentemente
ilegítimas formas de lucha con las que las Farc han enfrentado al Estado
colombiano.
Y ese lugar que le podamos -o debamos- dar al perdón, no
puede sostenerse exclusivamente en las expresiones de arrepentimiento de un
actor político armado llamado Farc, sino que debe extenderse a todos y cada uno
de los sectores, actores y agentes de un Estado y de una sociedad,
comprometidos seriamente en el mantenimiento de la guerra interna colombiana.
Sin duda, las Farc deben pedirle perdón al país. Y deberán
arrepentirse de haber violado los derechos humanos de menores de edad
reclutados. De igual forma, por haber conculcado los derechos de los
civiles que cayeron en los ataques a unidades policiales y militares. Y sería
simbólicamente correcto, que las Farc pidieran perdón al país por la violación
de las normas del DIH y por los daños ambientales que han producido en nuestras
selvas y ríos.
Pero también debe pedir perdón el Estado, por su
incapacidad, por su debilidad y porque como orden político y social arrastra
episodios y momentos precisos de su historia, en los que se ha acercado a lo
que se conoce como un Estado colapsado o fallido.
También esperamos claras muestras de arrepentimiento de
las multinacionales que han saqueado al país y que aprovechándose de la
incapacidad del Estado y de sucesivos gobiernos para negociar con mínimos de
dignidad, sólo han dejado pobreza y desastres ambientales en los lugares en
donde posaron sus intereses.
Los gremios económicos y los bancos, que se han servido
del Estado y que han hecho ingentes esfuerzos por mantener privilegios de
clase, a costa de millones de colombianos que apenas sobreviven con miserables
salarios. Ellos también deben pedirle perdón al país. Además, deben demostrarle
al país que no apoyaron el paramilitarismo tal y como se señala en varios
sectores de la opinión pública. Y si patrocinaron a los paramilitares, entonces
deberán pedir perdón.
Los militares y en general los miembros de la fuerza
pública que en contubernio con paramilitares y bandas criminales, violaron los
derechos humanos de cientos de miles de ciudadanos, en especial en los periodos
presidenciales de Julio César Turbay Ayala y Álvaro Uribe Vélez. También, por
haber apoyado gobiernos ilegítimos y haber ocultado la verdad de hechos
punibles que han generado dolor y desazón en la población civil. Ellos también
deberán sumarse a la gran jornada de perdón.
La clase política y dirigente, por haber ayudado a
consolidar un régimen de poder excluyente y violento, y por su incapacidad y desinterés
de pensar y diseñar un proyecto de nación en el que sea posible que los
colombianos, a pesar de la diversidad cultural, se puedan encontrar alrededor
de mitos fundantes que sostengan esa idea de ser colombiano. Esa clase política
y dirigente también deberá pedir perdón.
Otros actores políticos que deberán pedir perdón al país,
son los medios de comunicación, porque en cabeza de editores y periodistas le
han servido de caja de resonancia al régimen, se han autocensurado y han
aceptado presiones de gobiernos para ocultar hechos que comprometían el actuar ético
y político de Presidentes y ministros. Y deben pedir perdón porque a través de
un discurso periodístico moralizante, provocador, ahistórico y violento, medios
y periodistas han contribuido, por ejemplo, a que hoy los colombianos, las
audiencias, no puedan comprender la naturaleza y la evolución del
conflicto y de los actores armados, más allá de expresiones de dolor y de rabia
en torno a enfrentamientos militares.
La Iglesia Católica también deberá pedir perdón al país. Y
lo debe hacer porque insiste en principios y creencias que hoy no están acordes
con el espíritu de la Carta Política de 1991. Porque desde el púlpito, curas y
grandes jerarcas han legitimado un régimen de poder cooptado por mafias
clientelares.
También deben pedir perdón los voceros de los partidos
tradicionales, los ricos de este país y cada uno de nosotros, en la medida en
que somos culpables, por acción u omisión de lo que ha venido sucediendo con
este largo y degradado conflicto armado interno.
Propongo, entonces, varias jornadas de perdón, de cara al
país, en las que cada actor político, económico, social y militar, entre otros,
reconozca que se equivocó, que cometió errores, que pudo violar o violó la ley,
que desestimó la violación de los derechos humanos, que aceptó, sin mayor
análisis y crítica, circunstancias y decisiones políticas que afectaban a
cientos de miles de compatriotas.
Debemos reconocer que tenemos episodios y hechos de
nuestra historia y de nuestro presente inmediato, que hacen posible señalar que
como Nación hemos fallado.
[1]
Tomado de Comunicado de Prensa de la Corte Constitucional. http://www.corteconstitucional.gov.co/inicio/BOLET%C3%8DN%20RUEDA%20DE%20PRENSA%20MARCO%20JURIDICO%20PARA%20LA%20PAZ.pdf
[2] A lo
anterior se suma la que podría ser una decisión política clara y directa de
sucesivos gobiernos, que han mantenido la debilidad del aparato judicial,
expresión clara del desinterés político y social por aportar a la construcción
de una sociedad civilizada. Los problemas de la justicia colombiana no son sólo
presupuestales, sino de coherencia jurídica, así como de entereza y firmeza
ética de jueces y magistrados que han sucumbido ante el poder corruptor del
dinero y ante el poder político que exacerba las veleidades de varios
operadores judiciales.
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