Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y
politólogo. Publicada en EL PUEBLO, http://elpueblo.com.co/una-constitucion-verde-necesita-de-un-estado-fuerte/
De la Constitución de 1991 se dice que es verde,
además de liberal y garantista, es decir, que guarda preceptos y principios constitucionales
cercanos a la promoción y exigencia de un desarrollo sostenible. Pero al mirar
los desastres socio ambientales que viene dejando la locomotora minera del
Gobierno Santos, así como la debilidad institucional del Estado para conservar
y aprovechar de manera racional los recursos de una frágil biodiversidad, va
quedando claro que los derechos ambientales consagrados en la Carta Política no
sólo se hacen cada vez más relativos, sino que su sentido se desvanece ante un
modelo de desarrollo extractivo, avasallador e insostenible.
¿Será que los gobiernos de Uribe Vélez y Santos
Calderón tuvieron y tienen en cuenta el sentido y las responsabilidades que
conlleva la aplicación efectiva de esos artículos de la Constitución
Política? No creo. Ejemplos claros de su desconocimiento son la multiplicación
exponencial de las concesiones mineras en los ochos años de Uribe Vélez, la
fumigación con glifosato de zonas rurales y protegidas bajo la figura de parque
nacional natural y por supuesto, la ampliación de la frontera minera en zonas
como el Chocó Biogeográfico.
El Estado colombiano es lábil e incapaz de
ponerle controles a la inversión extranjera que insiste en ampliar tanto la
frontera agrícola (monocultivo de palma africana y caucho), como la minera. A su vez, el Congreso no hace
control político a la locomotora minera y actores de la sociedad civil, como la
Academia, apenas si logra elevar su voz de protesta ante los desastres socio
ambientales que vienen dejando tanto la minería legal como la ilegal. Y peor resulta el panorama para Colombia,
cuando es evidente que no existe un pensamiento ambiental nacional y menos aún,
un partido político cuya bandera sea la defensa de la biodiversidad, pero
especialmente que exponga con claridad los riesgos que corre el país en
materia social y ambiental, de continuar ese incontrolado ritmo y modo de
desarrollo extractivo.
Más
complejo se hace el asunto, cuando en las circunstancias y posibilidades que
ofrece este débil Estado, con unas instituciones frágiles y una
institucionalidad que claramente beneficia a la iniciativa privada, nacional y
transnacional, lo que se logra es el sometimiento de la oferta y los servicios
ambientales que ofrece un país biodiverso como Colombia, a las lógicas de un
capital sobre el cual el Estado no ejerce control fiscal, ambiental y político.
De esta forma, es claro que por un lado va la
Carta Constitucional y por el otro va el modelo de desarrollo extractivo.
Conciliar estas dos perspectivas no es fácil, y para ello no sólo se requiere
de voluntad política -que el actual Gobierno no tiene-, sino de la acción
vigilante de un Estado que debe dar ejemplo como orden social y político.
Hoy asistimos a una terrible bonanza minera que
está acabando con ecosistemas frágiles, con recursos hídricos, con bosques, y
hasta con territorios en donde intentan vivir, de manera autónoma, comunidades
indígenas, campesinas y afrodescendientes.
Ampliar derechos y libertades aporta, sin duda, a un mejor vivir, pero se requieren espacios democráticos efectivos para que todos participemos de la discusión alrededor del tipo de desarrollo que queremos. Y ello incluye la posibilidad de manifestar nuestro rechazo a los innumerables proyectos mineros, entre otros, que hoy desangran la madre tierra colombiana. Estoy seguro de que dichas iniciativas muy seguramente muy poco contribuirán a superar la pobreza de millones de colombianos. Por el contrario, no sólo llenarán los bolsillos de las empresas nacionales y multinacionales que explotan los recursos, sino que harán que los derechos ambientales consagrados en la Carta Política, sean, como muchos otros, tan solo letra muerta.
Un país biodiverso, ambiental y culturalmente como Colombia requiere de
un proyecto educativo que no sólo reconozca y exalte los proyectos de vida de
campesinos, indígenas y afrodescendientes, sino que haga posible que quienes
decidieron vivir en las urbes, dialoguen de manera simétrica y respetuosa con
quienes optaron por vivir en el sector rural. La defensa de la biodiversidad y
la discusión alrededor del tipo de desarrollo que mejor conviene a cada una de
las regiones del país, solo son posible bajo una sólida, holística e
interdisciplinar educación ambiental. Infortunadamente no hay en estos momentos
en Colombia un proyecto educativo con ese carácter, de allí la incapacidad de
la sociedad civil y de millones de colombianos para reconocer los efectos
negativos que deja un desarrollo económico extractivo que desconoce las más mínimas
lógicas con las que operan los subsistemas naturales y por ese camino, insiste en
un anacrónico antropocentrismo.
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