Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Espero que
las imágenes de los noticieros de televisión que registraron el desastre
ambiental en el Casanare, aún hagan parte de la memoria de corto plazo de los
lectores de esta columna. El columnista cree que la muerte lenta de animales
buscando guarecerse del sol en lo que ayer era un extenso cuerpo de agua, es la
expresión de un modelo de desarrollo
extractivo que rápidamente llevará al país a vivir su propio avatar. El
Gobierno, tardíamente, anuncia medidas. Columna publicada en www.programalallave.com
La muerte lenta, agónica y sufrida de miles de chigüiros, cocodrilos y tortugas
en Paz de Ariporo, en Casanare, es un hecho socio ambiental que bien pudo
mitigarse, de haber mediado una oportuna atención de las instituciones
ambientales del orden local, regional y nacional. Es claro que no hubo
respuesta porque subsiste una débil institucionalidad ambiental, circunstancia
esta que aparece justamente porque la sociedad civil, la sociedad en general,
la clase política y dirigente y sucesivos gobiernos, jamás supieron valorar y
menos aún pudieron entender qué es eso de ser un país biodiverso. Es más, tener selvas, variedad de pisos térmicos, extensos ríos y exhibir la cualidad de país endémico en lo que
refiere a algunas especies, parece ser una suerte de maldición y de obstáculo
para aquellos que a toda costa buscan someter y transformar el medio ambiente
natural, para dar rienda suelta a sus mezquinos intereses económicos.
Ser un país biodiverso demanda acciones y
compromisos ético-políticos de gran envergadura, así como el desarrollo de un pensamiento
ambiental que sirva para dar el debate entre aquellos que como Uribe y Santos,
se la jugaron por un desarrollo extractivo, la ampliación de la frontera agroindustrial,
petrolera y ganadera y en general, con actividades antrópicas claramente
pensadas para transformar el medio ambiente, en procura de generar riqueza para
unos pocos. Ser un país biodiverso exige una educación ambiental de la que en
Colombia poco podemos dar cuenta, si juzgamos las maneras como proceden los
funcionarios públicos y las débiles expresiones de rechazo frente a lo
sucedido.
Lo cierto es que el colombiano
promedio no está en capacidad para discutir y discernir entre apuestas de
desarrollo extractivo como las que promueve y defiende el presidente-candidato,
Juan Manuel Santos Calderón y aquellas que insisten en preservar y, si es el caso, ampliar zonas y ecosistemas de
gran valor ambiental, cultural y social, cobijados bajo la figura de parques
nacionales naturales.
Es triste decirlo, pero el colombiano
común y corriente no puede discutir estos asuntos ambientales y del desarrollo
extractivo, porque hace parte de una sociedad que no sabe si atender los hechos
de una guerra degradada y las acciones de unos actores armados que también
depredan ecosistemas valiosos, o tratar
de entender lo que pasó en Bogotá con
Petro y la CIDH; igualmente, se
ve abocada esa misma sociedad a enfrentar las incertidumbres, los desafíos y
los problemas de las grandes capitales; y ese colombiano medio no sabe si
atender los desastres ambientales que viene provocando la ejecución del plan de
desarrollo de Santos, o prepararse, miércoles y domingo, para ver el bajo nivel
del fútbol profesional colombiano, o por el contrario, sentarse cómodamente a
ver las transmisiones televisivas de partidos internacionales o, desde ya,
concentrarse para ver el mundial de fútbol en Brasil.
Y ese colombiano promedio no puede
asumir con criterio la discusión de estos asuntos públicos porque su clase
dirigente y política tampoco lo puede hacer. Baste echar un vistazo a la
conciencia ambiental de Uribe Vélez, quien desde el lugar privilegiado que le
da ser autocrático, montaraz arriero, latifundista y ganadero, debilitó
las instituciones ambientales durante sus ocho nefastos años de mandato; y no
se queda atrás el citadino y miembro de la rancia élite bogotana, Juan Manuel
Santos Calderón, líder neoliberal que poco a poco nos permitirá asistir a
nuestro propio avatar, en el que además de garantizar la muerte de especies
vegetales y animales, se producirá la desaparición, física y simbólica, de
indígenas, afros y de todos aquellos que insistan en mantener una relación
consustancial con la Naturaleza.
Es en ese contexto en el que se debe
entender y explicar lo que sucede en el Casanare desde hace más de ocho meses de sequía. Es
decir, la muerte y la agonía de chigüiros, cocodrilos y tortugas, entre otros
animales, no sólo es producto del llamado Cambio Climático, sino que es consecuencia
de un modelo de desarrollo extractivo que arrasa cuerpos de agua y ecosistemas
frágiles. Una apuesta de desarrollo que
da frutos porque está sostenida - y requiere- de la inacción estatal y de la
complicidad de gobiernos locales, regionales y nacionales, que sólo tienen que
cerrar los ojos ante iniciativas privadas que en nada valoran y respetan el medio
ambiente y la biodiversidad. Ya se señalan en particular a las petroleras y a
ganaderos de ser responsables de la muerte de esas especies, por la depredación
del pie de monte y la explotación incontrolada del suelo.
Al inconveniente contexto político,
ético y cultural, se suma una paquidérmica academia, que sujeta cada vez más a
la lógica del mercado, deambula de espaldas a los desastres ambientales que
viene dejando la locomotora minero-energética de Santos; no podemos dejar de
señalar la incoherencia de la llamada Alianza
Verde, agrupación política que aún está
viche en lo que corresponde a la consolidación de un proyecto político
que en algo recoja el espíritu ‘verde’ de la Carta Política de 1991.
Y hasta la
propia izquierda, fragmentada e incapaz de erigirse como una real opción de
poder, exhibe sin pena alguna, su incapacidad para discutir asuntos
ambientales, desde un discurso que gravite entre el ambientalismo, la discusión
científica y técnica, y que esté conectado y atravesado con y por una enorme
dosis de dignidad frente al poder de las multinacionales que explotan los
recursos de la Nación y claro, de responsabilidad social y ambiental frente a
los desafíos de las petroleras, mineras, palmicultores, agroindustriales y
ganaderos que ya hacen ingentes esfuerzos para ‘desarrollar’ el país. Es decir,
para someter y transformar valiosos ecosistemas, como la extensa llanura de Paz
de Ariporo, hasta convertirlos en pozos petroleros, o en extensos hatos, entre
otras actividades.
De esta manera, el mensaje es claro:
el país debe acostumbrarse a la muerte
lenta, dolorosa y agónica de chigüiros, cocodrillos y tortugas, entre otras especies, porque el pleno ‘desarrollo’
en zonas consideradas de gran valor ambiental, avanza sin control. Y frente a
esa apuesta de vida, el desafío está definido en estos términos: adaptación o
muerte.
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