Por Germán Ayala
Osorio, comunicador social y politólogo
La orden de Santos de no
bombardear campamentos de las Farc, debe ser considerada como la antesala a un
esperado cese bilateral[1] del
fuego. Por segunda vez, el Presidente ordena a la tropa no usar la aviación
para golpear las estructuras armadas de las guerrillas con las que dialoga en
La Habana. Es claro que los bombardeos de la Fuerza Pública, posteriores al golpe de mano o emboscada[2]
dada por las Farc en zona rural del Cauca[3],
resultaron dolorosos para la cúpula de las Farc, dado que perdieron en ellos a
fichas importantes para su estructura ideológica, política y para las tareas
pedagógicas que venían cumpliendo los comandantes que cayeron en esas operaciones
aéreas.
Este gesto y la acción misma de
frenar las operaciones aéreas, tienen un valor especial, porque se da en el
contexto del plazo de cuatro meses[4] que
se le dio al Proceso de Paz. Sin duda, se trata de un paso en la dirección
correcta, pero el país espera que Santos complete la orden y determine, de una
vez por todas, el cese bilateral.
La negociación misma de La
Habana, el ahorro presupuestal, y la salvaguarda de las vidas de soldados y
policías, son suficientes razones de Estado para que Santos decida dar ese paso
trascendental y definitivo para el Proceso de Paz de La Habana.
Infortunadamente, el Presidente no tiene el liderazgo político para tomar
semejante decisión. Y no lo tiene, porque exhibe un carácter ambivalente, una
profunda desconfianza en las Farc, un miedo absoluto al fracaso y un exagerado
respeto hacia la Fuerza Pública. Santos teme a las reacciones de una burocracia armada que por tiempo atrás
presiona a las cúpulas militares para que se opongan a cualquier iniciativa que
vaya en la dirección de detener la ofensiva en contra de las Farc.
Santos no desea enfrentar esas y
otras circunstancias institucionales con las que de manera clara se configura
la noción de doble Estado, en el que
conviven la ilegalidad y la legalidad. Las
fuerzas armadas en Colombia, históricamente, han sido una “rueda suelta” en los
procesos de negociación y en el devenir del conflicto armado. Baste con
recordar el papel que jugaron durante las negociaciones de paz en los tiempos
de Belisario Betancur y Pastrana Arango, para pensar en que su disposición para
la paz, pasa por el manejo interesado de los contratos en la compra de
armamento y en el presupuesto general para la operación de las distintas
fuerzas. Pensada la guerra como negocio, puede resultar comprensible que los
militares se preocupen por el futuro de las fuerzas militares y de policía, en
su número, manejo presupuestal, capacidad operativa y la incidencia a futuro en
el poder político.
Con todo y lo anterior, el
proceso de paz avanza en medio de incertidumbres, miedos y críticas de una
“Oposición”, que parece interesada en salvaguardar, exclusivamente, los
intereses de aquellos militares y políticos que, desde ese doble Estado, desean continuar manejando el presupuesto para la
guerra. Saben que pacificar el país,
a través de una negociación política, ayuda a la construcción de ‘negativas’ e
inconvenientes Representaciones Sociales
(RS) e imaginarios en torno a un largo conflicto que no pudieron ganar en el
campo de batalla. Así como fracasaron en la tarea de acabar, militarmente a las
Farc, esa guerrilla fracasó en el objetivo de tomarse el poder. Esta
circunstancia debería de ser suficiente para avanzar hacia la declaratoria del
fin de las hostilidades. Ya sabemos que ambos, Estado y Guerrillas, fracasaron.
Si Farc cumplen con el cese
unilateral decretado a partir del 20 de julio y las fuerzas militares hacen lo
propio, evitando hostigar a las tropas farianas, la firma de un cese bilateral
del fuego estaría cerca. Mas no la firma del fin del conflicto, por cuanto el
tema de la justicia transicional, y en particular, la negativa de las Farc de
aceptar condenas efectivas en cárceles del Estado, tiene en estos momentos
empantanada la negociación.
Debe la Fiscalía, el Gobierno y
precisos actores de la sociedad civil, avanzar hacia procesos de develamiento
de la verdad, en torno a la financiación y el apoyo político y social que
recibieron los paramilitares, de parte de empresarios, partidos políticos y
poderosas familias.
En esa línea, es importante que
se instale cuanto antes la Comisión de la Verdad. Los comisionados deben partir
de una innegable circunstancia: hay tres actores armados que deben responder
por lo acontecido durante 50 años de guerra interna: Guerrillas, Paramilitares
y Estado. Con una precisión: Paramilitares y Fuerza Pública operaron de manera
conjunta y hubo connivencia con ello, tanto en disímiles cúpulas militares,
Gobiernos, partidos políticos, empresarios, medios de comunicación, banqueros e
industriales.
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