YO DIGO SÍ A LA PAZ

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lunes, 27 de julio de 2015

NO A LOS BOMBARDEOS, POR SEGUNDA VEZ

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


La orden de Santos de no bombardear campamentos de las Farc, debe ser considerada como la antesala a un esperado cese bilateral[1] del fuego. Por segunda vez, el Presidente ordena a la tropa no usar la aviación para golpear las estructuras armadas de las guerrillas con las que dialoga en La Habana. Es claro que los bombardeos de la Fuerza Pública, posteriores al golpe de mano o emboscada[2] dada por las Farc en zona rural del Cauca[3], resultaron dolorosos para la cúpula de las Farc, dado que perdieron en ellos a fichas importantes para su estructura ideológica, política y para las tareas pedagógicas que venían cumpliendo los comandantes que cayeron en esas operaciones aéreas.

Este gesto y la acción misma de frenar las operaciones aéreas, tienen un valor especial, porque se da en el contexto del plazo de cuatro meses[4] que se le dio al Proceso de Paz. Sin duda, se trata de un paso en la dirección correcta, pero el país espera que Santos complete la orden y determine, de una vez por todas, el cese bilateral.

La negociación misma de La Habana, el ahorro presupuestal, y la salvaguarda de las vidas de soldados y policías, son suficientes razones de Estado para que Santos decida dar ese paso trascendental y definitivo para el Proceso de Paz de La Habana. Infortunadamente, el Presidente no tiene el liderazgo político para tomar semejante decisión. Y no lo tiene, porque exhibe un carácter ambivalente, una profunda desconfianza en las Farc, un miedo absoluto al fracaso y un exagerado respeto hacia la Fuerza Pública. Santos teme a las reacciones de una burocracia armada que por tiempo atrás presiona a las cúpulas militares para que se opongan a cualquier iniciativa que vaya en la dirección de detener la ofensiva en contra de las Farc.

Santos no desea enfrentar esas y otras circunstancias institucionales con las que de manera clara se configura la noción de doble Estado, en el que conviven la ilegalidad y la legalidad.  Las fuerzas armadas en Colombia, históricamente, han sido una “rueda suelta” en los procesos de negociación y en el devenir del conflicto armado. Baste con recordar el papel que jugaron durante las negociaciones de paz en los tiempos de Belisario Betancur y Pastrana Arango, para pensar en que su disposición para la paz, pasa por el manejo interesado de los contratos en la compra de armamento y en el presupuesto general para la operación de las distintas fuerzas. Pensada la guerra como negocio, puede resultar comprensible que los militares se preocupen por el futuro de las fuerzas militares y de policía, en su número, manejo presupuestal, capacidad operativa y la incidencia a futuro en el poder político.

Con todo y lo anterior, el proceso de paz avanza en medio de incertidumbres, miedos y críticas de una “Oposición”, que parece interesada en salvaguardar, exclusivamente, los intereses de aquellos militares y políticos que, desde ese doble Estado, desean continuar manejando el presupuesto para la guerra. Saben que pacificar el país, a través de una negociación política, ayuda a la construcción de ‘negativas’ e inconvenientes  Representaciones Sociales (RS) e imaginarios en torno a un largo conflicto que no pudieron ganar en el campo de batalla. Así como fracasaron en la tarea de acabar, militarmente a las Farc, esa guerrilla fracasó en el objetivo de tomarse el poder. Esta circunstancia debería de ser suficiente para avanzar hacia la declaratoria del fin de las hostilidades. Ya sabemos que ambos, Estado y Guerrillas, fracasaron.

Si Farc cumplen con el cese unilateral decretado a partir del 20 de julio y las fuerzas militares hacen lo propio, evitando hostigar a las tropas farianas, la firma de un cese bilateral del fuego estaría cerca. Mas no la firma del fin del conflicto, por cuanto el tema de la justicia transicional, y en particular, la negativa de las Farc de aceptar condenas efectivas en cárceles del Estado, tiene en estos momentos empantanada la negociación.

Debe la Fiscalía, el Gobierno y precisos actores de la sociedad civil, avanzar hacia procesos de develamiento de la verdad, en torno a la financiación y el apoyo político y social que recibieron los paramilitares, de parte de empresarios, partidos políticos y poderosas familias.

En esa línea, es importante que se instale cuanto antes la Comisión de la Verdad. Los comisionados deben partir de una innegable circunstancia: hay tres actores armados que deben responder por lo acontecido durante 50 años de guerra interna: Guerrillas, Paramilitares y Estado. Con una precisión: Paramilitares y Fuerza Pública operaron de manera conjunta y hubo connivencia con ello, tanto en disímiles cúpulas militares, Gobiernos, partidos políticos, empresarios, medios de comunicación, banqueros e industriales.





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