Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Termina este siete de agosto de 2010 la era Uribe, en la que el ejercicio mediático sirvió, durante ocho años, a los intereses de un gobierno que presionó a periodistas y medios, que jugó con la naturaleza empresarial y las conveniencias de los segundos, hasta lograr cooptarlos.
En las dos administraciones de Uribe fue evidente la actitud acomodaticia de los medios masivos de comunicación, soportada en simpatías ideológicas, en los intereses compartidos con los gremios y corporaciones a las que pertenecen las empresas mediáticas más importantes del país y por supuesto, en el poder intimidatorio de un gobernante que considera que la crítica y el control al poder son actividades y acciones que subvierten el orden.
Los medios masivos y los periodistas insistieron en aplicar encuestas y sondeos de opinión, soslayando complejas realidades económicas, políticas, sociales y culturales y privilegiando la doxa, ligera y volátil, resultado de un efectista trabajo mediático articulado a la agenda política del gobierno de Uribe. La favorabilidad de su imagen y los altos índices de popularidad con los cuales deja la Casa de Nariño, son simples hologramas que intentan ocultar los desaciertos, pero especialmente, la real incapacidad de liderar cambios estructurales que le permitieran al Estado alcanzar varias de las características consignadas en el proyecto de la modernidad.
En esta hora de balances bien hay que insistir en que enfrentar de manera decidida a las guerrillas no puede seguir viéndose como un hecho excepcional, heroico. Uribe simplemente asumió tareas constitucionales propias de su cargo, lo que no tiene porqué exhibirse como un favor que le hiciere a la sociedad, tal y como en varias ocasiones se ha insistido en diversos discursos, especialmente en el de la campaña Vive Colombia, viaja por ella. Y como máximo comandante de las fuerzas armadas y por la forma como presionó a las tropas para obtener mayores y mejores resultados operacionales, es responsable, directa e indirectamente, de los aciertos, errores y crímenes cometidos por la fuerza pública, especialmente en lo que concierne a los asesinatos, conocidos como los falsos positivos.
En términos políticos Uribe fracturó principios democráticos y valores constitucionales que generaron crisis interinstitucionales y asimetrías entre los tres poderes públicos. Los enfrentamientos con la Corte Suprema de Justicia, con los jueces, no pueden verse como episodios asociados al carácter frentero, camorrero y directo del mandatario saliente. Por el contario, se deben comprender como eventos y acciones políticas que encarnan un proyecto autoritario que no muere con el fin de su gobierno.
Uribe cooptó el Congreso, convirtiéndolo en un apéndice del Gobierno, lo que terminó legitimando aún más una práctica política y cultural arraigada en Colombia, que incluso puede ser vista como institución: el clientelismo.
En ocho años de gobierno, Uribe y quienes apoyaron su proyecto autoritario, trabajaron para mantener eternos desequilibrios culturales, económicos y políticos que a lo largo y ancho del territorio, son la expresión máxima de una concepción de Estado en la que lo más importante es asegurar viejos privilegios de clase, lo que implica mantener las circunstancias históricas que justificaron en los años sesenta el nacimiento de las FARC y del ELN: concentración de la riqueza, conflicto agrario, exclusión social, cultural y política, modelo económico extractivo y excluyente y violencia política, entre otros.
Desde la práctica discursiva, Uribe impidió el diálogo respetuoso, horizontal y simétrico. Macartizó a los diferentes e hizo ver el pensamiento crítico como una tara, como un obstáculo para construir democracia. El lenguaje violento se convirtió en una política a seguir y en un principio que se extendió a las relaciones sociales en diversos ámbitos societales. Hoy se sigue como ejemplo en varias instituciones de la sociedad civil, que apoyadas en las pésimas circunstancias que ofrece el mercado laboral nacional, han hecho que la discusión, el diálogo, la crítica, la oposición y las posturas divergentes, sean vistas como factores disonantes para el ejercicio del poder.
Se necesitará más que bonanzas mineras y petroleras y la desaparición de las Farc como fuerza ilegal, para que el Estado colombiano se haga legítimo ante el grueso de la sociedad colombiana. La legitimidad que hoy se reconoce en ciertos sectores de la sociedad civil es fruto de la propaganda oficial y mediática y del mantenimiento de privilegios de clase. La compleja realidad laboral que se vive en Colombia (desempleo cercano al 12% y un subempleo del 30.7%, según el DANE), la extrema pobreza que cabalga en ciudades y en el campo, y la violencia generalizada, apenas si interfieren en el vistoso y efectista holograma que nos proyectaron durante ocho años y con el cual las empresas mediáticas despedirán a Uribe este 7 de agosto.
Lo cierto es que termina la era Uribe, pero el proyecto hegemónico continúa। Santos es y será la segunda parte. Luego vendrá Vargas Lleras…
Termina este siete de agosto de 2010 la era Uribe, en la que el ejercicio mediático sirvió, durante ocho años, a los intereses de un gobierno que presionó a periodistas y medios, que jugó con la naturaleza empresarial y las conveniencias de los segundos, hasta lograr cooptarlos.
En las dos administraciones de Uribe fue evidente la actitud acomodaticia de los medios masivos de comunicación, soportada en simpatías ideológicas, en los intereses compartidos con los gremios y corporaciones a las que pertenecen las empresas mediáticas más importantes del país y por supuesto, en el poder intimidatorio de un gobernante que considera que la crítica y el control al poder son actividades y acciones que subvierten el orden.
Los medios masivos y los periodistas insistieron en aplicar encuestas y sondeos de opinión, soslayando complejas realidades económicas, políticas, sociales y culturales y privilegiando la doxa, ligera y volátil, resultado de un efectista trabajo mediático articulado a la agenda política del gobierno de Uribe. La favorabilidad de su imagen y los altos índices de popularidad con los cuales deja la Casa de Nariño, son simples hologramas que intentan ocultar los desaciertos, pero especialmente, la real incapacidad de liderar cambios estructurales que le permitieran al Estado alcanzar varias de las características consignadas en el proyecto de la modernidad.
En esta hora de balances bien hay que insistir en que enfrentar de manera decidida a las guerrillas no puede seguir viéndose como un hecho excepcional, heroico. Uribe simplemente asumió tareas constitucionales propias de su cargo, lo que no tiene porqué exhibirse como un favor que le hiciere a la sociedad, tal y como en varias ocasiones se ha insistido en diversos discursos, especialmente en el de la campaña Vive Colombia, viaja por ella. Y como máximo comandante de las fuerzas armadas y por la forma como presionó a las tropas para obtener mayores y mejores resultados operacionales, es responsable, directa e indirectamente, de los aciertos, errores y crímenes cometidos por la fuerza pública, especialmente en lo que concierne a los asesinatos, conocidos como los falsos positivos.
En términos políticos Uribe fracturó principios democráticos y valores constitucionales que generaron crisis interinstitucionales y asimetrías entre los tres poderes públicos. Los enfrentamientos con la Corte Suprema de Justicia, con los jueces, no pueden verse como episodios asociados al carácter frentero, camorrero y directo del mandatario saliente. Por el contario, se deben comprender como eventos y acciones políticas que encarnan un proyecto autoritario que no muere con el fin de su gobierno.
Uribe cooptó el Congreso, convirtiéndolo en un apéndice del Gobierno, lo que terminó legitimando aún más una práctica política y cultural arraigada en Colombia, que incluso puede ser vista como institución: el clientelismo.
En ocho años de gobierno, Uribe y quienes apoyaron su proyecto autoritario, trabajaron para mantener eternos desequilibrios culturales, económicos y políticos que a lo largo y ancho del territorio, son la expresión máxima de una concepción de Estado en la que lo más importante es asegurar viejos privilegios de clase, lo que implica mantener las circunstancias históricas que justificaron en los años sesenta el nacimiento de las FARC y del ELN: concentración de la riqueza, conflicto agrario, exclusión social, cultural y política, modelo económico extractivo y excluyente y violencia política, entre otros.
Desde la práctica discursiva, Uribe impidió el diálogo respetuoso, horizontal y simétrico. Macartizó a los diferentes e hizo ver el pensamiento crítico como una tara, como un obstáculo para construir democracia. El lenguaje violento se convirtió en una política a seguir y en un principio que se extendió a las relaciones sociales en diversos ámbitos societales. Hoy se sigue como ejemplo en varias instituciones de la sociedad civil, que apoyadas en las pésimas circunstancias que ofrece el mercado laboral nacional, han hecho que la discusión, el diálogo, la crítica, la oposición y las posturas divergentes, sean vistas como factores disonantes para el ejercicio del poder.
Se necesitará más que bonanzas mineras y petroleras y la desaparición de las Farc como fuerza ilegal, para que el Estado colombiano se haga legítimo ante el grueso de la sociedad colombiana. La legitimidad que hoy se reconoce en ciertos sectores de la sociedad civil es fruto de la propaganda oficial y mediática y del mantenimiento de privilegios de clase. La compleja realidad laboral que se vive en Colombia (desempleo cercano al 12% y un subempleo del 30.7%, según el DANE), la extrema pobreza que cabalga en ciudades y en el campo, y la violencia generalizada, apenas si interfieren en el vistoso y efectista holograma que nos proyectaron durante ocho años y con el cual las empresas mediáticas despedirán a Uribe este 7 de agosto.
Lo cierto es que termina la era Uribe, pero el proyecto hegemónico continúa। Santos es y será la segunda parte. Luego vendrá Vargas Lleras…
Este texto fue publicado en Razón Pública (www.razonpublica.com) a partir del 09 de agosto de 2010, bajo el título La santísima trinidad: Uribe, Santos, Vargas Lleras.
2 comentarios:
Uribito:
Son las consecuencias de la premodernidad y el paternalismo que pretende superar la tribu con internet colombiana. El personalismo elevado a niveles de salvador, hace que el desequilibrado ungido nunca racionalice que ya no manda, porque Uribe eso fue lo que hizo y, por ello, nunca gobernó.
Luis F.
Efectivamente hoy cuando estamos ante un "aparente" nuevo gobierno, no asistimos sino a proceso de continuidad de lo que inició hace ocho años Uribe. Los medios han sido y seguirán siendo un instrumento al servicio de la élites políticas y económicas de este país, así que para aquellos que guardan la esperanza de que algo mejor vendrá, tengan calma por que lo que si es seguro es un continuismos en muchos campos, con muy pocos cambios estructurales.
Carmen
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