Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Cuando una sociedad civil se torna fragmentada, apática y polarizada, los jueces y los medios de comunicación terminan asumiendo la discusión sobre fenómenos societales como la violencia entre seres humanos (muertes violentas en ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, por ejemplo) y la que éstos últimos ejercen sobre los animales (fiesta brava y peleas de gallos, entre otras).
Esa situación trae como consecuencia el desplazamiento de la política (en tanto posibilidad de buscar soluciones) y de lo político (en tanto involucra lo discursivo), empobreciendo no sólo el papel que deben cumplir las organizaciones de la sociedad civil, sino el propio que se espera que cumplan los públicos (audiencias) que pueden en algún momento articularse a lo que los medios masivos llaman la opinión pública.
Si bien los hechos violentos deben sufrir una respuesta efectiva por parte del Estado, con todo su aparato coercitivo y de disuasión, sería importante que organizaciones de la sociedad civil colombiana, especialmente la Academia, se involucrare más en asuntos problemáticos que van desde los hechos violentos expuestos públicamente en comunas pobres de Medellín, hasta prácticas culturales a todas luces violentas como las corridas de toros, peleas de gallo y hasta las clandestinas peleas de perros.
Por cuenta de nuestra incapacidad para comprender y discutir asuntos públicos y para escucharnos en la diferencia, estamos perdiendo la oportunidad de aportar a los jueces y a las altas cortes, elementos apreciativos alrededor de dichos fenómenos de violencia.
Dejar sólo que la mirada jurídica y policiva interprete, medie y actúe sobre casos de efectiva degradación de las relaciones sociales y del entorno, en ciudades importantes del país, termina por evitar que desde la política y desde lo político se aporten soluciones integrales a dichas problemáticas.
En la violencia callejera evidente en los centros urbanos de Colombia aparecen factores y elementos culturales que la justicia no alcanza a develar y que están asociados a la inexistencia de la figura paterna en los jóvenes sicarios, los imaginarios de éxito que replican los medios masivos y en general, la industria cultural; pero igualmente, aparecen los referentes del gran macho que persisten en la cultura colombiana, y que en ciertas regiones se han entronizado de manera clara.
Es allí donde debe aparecer esa agenda común que de manera natural puede surgir cuando se da una sociedad civil cohesionada, agrupada e interesada en aportar a la convivencia y a coadyuvar a que el Estado se legitime.
No basta que un gobierno en particular intervenga para castigar a quienes ejecutan acciones violentas, especialmente cuando se producen entre seres humanos. Allí hay un actuar político del Estado, pero se produce desde la urgente necesidad de acallar las voces que denuncian la situación problemática. Es decir, se responde coyunturalmente, se palia el problema, pero los encuentros discursivos dados entre el Estado, los denunciantes de los hechos y las mismas comunidades afectadas no dan cabida a las historias humanas que se esconden detrás de las víctimas y de los victimarios.
Está en nuestra cultura apreciar los problemas de violencia desde la perspectiva de clase social. Los crímenes callejeros en comunas pobres de Medellín se naturalizan por las mínimas condiciones sociales, económicas y discursivas que se reproducen en esos espacios geográficos. En cuanto a la violencia ejercida contra los toros, por ejemplo, la situación es distinta, en tanto hay elevadas condiciones discursivas (el discurso de la tradición se impuso en la Corte Constitucional), económicas (emergentes y las clases media y alta gustan y defienden a dentelladas las corridas de toros) y políticas (relaciones de poder).
Cuando las organizaciones sociales de la sociedad civil insisten en actuar de manera fragmentada ante hechos de violencia (entre humanos y contra los animales), se empobrecen y se minimizan como sujetos políticos definitivos para lograr aportarle al Estado unas mínimas condiciones éticas y morales para vivir dentro de un territorio.
Hay que pensar, entonces, en programas educativos que insistan en valores democráticos como el disenso y la crítica, asociados al desarrollo de la capacidad discursiva, para que todos podamos participar de encuentros discursivos (públicos y privados) que hagan posible que desde la política, como desde lo político, se busquen explicaciones y soluciones al comportamiento violento que afecta la vida de nuestros congéneres, la de los animales y la del entorno natural.
Cuando una sociedad civil se torna fragmentada, apática y polarizada, los jueces y los medios de comunicación terminan asumiendo la discusión sobre fenómenos societales como la violencia entre seres humanos (muertes violentas en ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, por ejemplo) y la que éstos últimos ejercen sobre los animales (fiesta brava y peleas de gallos, entre otras).
Esa situación trae como consecuencia el desplazamiento de la política (en tanto posibilidad de buscar soluciones) y de lo político (en tanto involucra lo discursivo), empobreciendo no sólo el papel que deben cumplir las organizaciones de la sociedad civil, sino el propio que se espera que cumplan los públicos (audiencias) que pueden en algún momento articularse a lo que los medios masivos llaman la opinión pública.
Si bien los hechos violentos deben sufrir una respuesta efectiva por parte del Estado, con todo su aparato coercitivo y de disuasión, sería importante que organizaciones de la sociedad civil colombiana, especialmente la Academia, se involucrare más en asuntos problemáticos que van desde los hechos violentos expuestos públicamente en comunas pobres de Medellín, hasta prácticas culturales a todas luces violentas como las corridas de toros, peleas de gallo y hasta las clandestinas peleas de perros.
Por cuenta de nuestra incapacidad para comprender y discutir asuntos públicos y para escucharnos en la diferencia, estamos perdiendo la oportunidad de aportar a los jueces y a las altas cortes, elementos apreciativos alrededor de dichos fenómenos de violencia.
Dejar sólo que la mirada jurídica y policiva interprete, medie y actúe sobre casos de efectiva degradación de las relaciones sociales y del entorno, en ciudades importantes del país, termina por evitar que desde la política y desde lo político se aporten soluciones integrales a dichas problemáticas.
En la violencia callejera evidente en los centros urbanos de Colombia aparecen factores y elementos culturales que la justicia no alcanza a develar y que están asociados a la inexistencia de la figura paterna en los jóvenes sicarios, los imaginarios de éxito que replican los medios masivos y en general, la industria cultural; pero igualmente, aparecen los referentes del gran macho que persisten en la cultura colombiana, y que en ciertas regiones se han entronizado de manera clara.
Es allí donde debe aparecer esa agenda común que de manera natural puede surgir cuando se da una sociedad civil cohesionada, agrupada e interesada en aportar a la convivencia y a coadyuvar a que el Estado se legitime.
No basta que un gobierno en particular intervenga para castigar a quienes ejecutan acciones violentas, especialmente cuando se producen entre seres humanos. Allí hay un actuar político del Estado, pero se produce desde la urgente necesidad de acallar las voces que denuncian la situación problemática. Es decir, se responde coyunturalmente, se palia el problema, pero los encuentros discursivos dados entre el Estado, los denunciantes de los hechos y las mismas comunidades afectadas no dan cabida a las historias humanas que se esconden detrás de las víctimas y de los victimarios.
Está en nuestra cultura apreciar los problemas de violencia desde la perspectiva de clase social. Los crímenes callejeros en comunas pobres de Medellín se naturalizan por las mínimas condiciones sociales, económicas y discursivas que se reproducen en esos espacios geográficos. En cuanto a la violencia ejercida contra los toros, por ejemplo, la situación es distinta, en tanto hay elevadas condiciones discursivas (el discurso de la tradición se impuso en la Corte Constitucional), económicas (emergentes y las clases media y alta gustan y defienden a dentelladas las corridas de toros) y políticas (relaciones de poder).
Cuando las organizaciones sociales de la sociedad civil insisten en actuar de manera fragmentada ante hechos de violencia (entre humanos y contra los animales), se empobrecen y se minimizan como sujetos políticos definitivos para lograr aportarle al Estado unas mínimas condiciones éticas y morales para vivir dentro de un territorio.
Hay que pensar, entonces, en programas educativos que insistan en valores democráticos como el disenso y la crítica, asociados al desarrollo de la capacidad discursiva, para que todos podamos participar de encuentros discursivos (públicos y privados) que hagan posible que desde la política, como desde lo político, se busquen explicaciones y soluciones al comportamiento violento que afecta la vida de nuestros congéneres, la de los animales y la del entorno natural.
Nota: “Lo político es una cualidad que se construye, que emerge en toda interrelación humana”, señala Álvaro Díaz Gómez en su texto Una discreta diferenciación entre la política y lo político y su incidencia sobre la educación en cuanto socialización política.
2 comentarios:
Ayer precisamente en una franja del noticiero “Noti 5”, se expuso el caso de dos vallecaucanas que están nominadas al premio Compartir al maestro, que exalta la labor de educadores comprometidos socialmente con su trabajo a partir de sus meritos y virtudes. Al leer su columna el día de hoy recordé como la política como aquella actividad humana orientada a dirigir las acciones del Estado, se encuentra en una profundad crisis, ejemplo de ello, como usted lo resalta en su columna, es la situación de inseguridad y violencia que se vive a diario en muchos rincones de nuestro país, poniendo en entredicho la capacidad de nuestros gobernantes para agenciar políticas públicas que permitan transformar desde lo cotidiano nuestros problemas de estructura y coyuntura.
Como discurso, suena seguramente bastante desolador, pero cuando desde un rincón de nuestra ciudad se exalta la labor de una educadora que desde actos políticos que involucra además de lo discursivo acciones reales, es posible afirmar que cuando la sociedad civil propone desde sus propias realidades y particularidades soluciones que trascienden cualquier propuesta agenciada desde el Estado, es posible como decía el excandidato presidencial Antanas Mockus: “si se puede”. Y si se puede, por qué una de las experiencias nominadas relata como una profesora, fue capaz de leer el contexto de violencia que se estaba vivenciando en su institución educativa y a partir de ello, involucrar los distintos estamentos educativos para “tramitar” de un modo distinto, los desacuerdos y las constantes riñas que se presentaban sobre todo entre los estudiantes. Esto, a mí juicio, sería un ejemplo de un acto político construido desde la interrelación con otros.
Carmen Jimena
Muy bien Chino Germán. La academia debe aportar con diagnósticos e investigación al esclarcimiento de las raíces sociales de la violencia
y a las estrategias para enfrentarla.Las universidads deben intervenir lo social como el entorno en el cual funcionan. La UAO permanece impávida frente al acontecer social,cultural,político y económico de la región y el país.Menos control y represión sin previo conocimiento de lo real.
Rodrigo Ramos Sánchez
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