Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Por estos días dos hechos se conmemoran. Uno de ellos, con un valor político e histórico poco recordado por los medios de comunicación de hoy: el derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende, elegido popularmente. Y el segundo, con un claro valor prepolítico: los ataques al World Trade Center, con la consecuente caída de las Torres Gemelas.
Los dos sucesos, ocurridos un 11 de septiembre en el continente americano, tienen significados distintos y fueron, y han sido, generadores de prácticas políticas de no muy grata recordación, especialmente para quienes habitamos en esta parte del mundo.
Hace ya 37 años el Palacio de la Moneda, la casa presidencial del entonces mandatario de los chilenos, fue atacado por fuerzas combinadas de la aviación y del ejército, por orden del general Augusto Pinochet Ugarte.
Derrocado el gobierno socialista de elección popular, con la colaboración de la CIA y el Departamento de Estado de los Estados Unidos, durante el gobierno de Richard Nixon, se puso en marcha en Chile una abominable dictadura militar que dejó una cifra aún indeterminada de víctimas, gracias a un régimen que violó los derechos humanos, con la anuencia de los Estados Unidos, de la llamada comunidad internacional y de los propios países de esta parte de América.
Una dictadura militar aupada por el experimento económico liderado por los Chicago boys y vigilado de cerca por los organismos económicos y financieros del mundo.
Después de la dictadura chilena, vendrían ejercicios violatorios de los derechos humanos en Argentina y el resto del cono sur, en dictaduras que aún hoy desvelan especialmente a las llamadas Madres de la Plaza de Mayo en la lejana tierra de Gardel y de Fito Páez.
Conmemorar el 11 de septiembre de 1973 debe servir no sólo para recordar a las víctimas de una dictadura militar como la que puso en marcha el dictador de marras, Pinochet Ugarte, sino para exigir que hechos dolorosos como aquellos y los que se extendieron por tierras cercanas, jamás vuelvan a ocurrir. Vivir en democracia debe servir para ponerle límites muy fuertes a los militares y a aquellos gobiernos civiles, que apoyados en sus fuerzas armadas, restringen libertades y violan los derechos humanos.
Para Colombia, lo sucedido en Chile y en el cono sur debe servir para anular ese perverso imaginario que señala que para salir adelante económicamente, el país necesita de la mano fuerte de una dictadura.
De otro lado, y ya en un hecho prepolítico, el 11 de septiembre de 2001, un simbólico sector financiero de los Estados Unidos fue el objetivo de una acción terrorista.
Así como la dictadura de Pinochet Ugarte en Chile sirvió de ejemplo para que en otros países se violaran los derechos humanos, el ataque a las Torres Gemelas dio vida a una doctrina de seguridad, que sirvió de acicate para que los propios Estados Unidos violaran los derechos humanos en Afganistán y en Irak y apoyara actividades similares en Colombia durante los ocho años de la administración Uribe।
Por estos días dos hechos se conmemoran. Uno de ellos, con un valor político e histórico poco recordado por los medios de comunicación de hoy: el derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende, elegido popularmente. Y el segundo, con un claro valor prepolítico: los ataques al World Trade Center, con la consecuente caída de las Torres Gemelas.
Los dos sucesos, ocurridos un 11 de septiembre en el continente americano, tienen significados distintos y fueron, y han sido, generadores de prácticas políticas de no muy grata recordación, especialmente para quienes habitamos en esta parte del mundo.
Hace ya 37 años el Palacio de la Moneda, la casa presidencial del entonces mandatario de los chilenos, fue atacado por fuerzas combinadas de la aviación y del ejército, por orden del general Augusto Pinochet Ugarte.
Derrocado el gobierno socialista de elección popular, con la colaboración de la CIA y el Departamento de Estado de los Estados Unidos, durante el gobierno de Richard Nixon, se puso en marcha en Chile una abominable dictadura militar que dejó una cifra aún indeterminada de víctimas, gracias a un régimen que violó los derechos humanos, con la anuencia de los Estados Unidos, de la llamada comunidad internacional y de los propios países de esta parte de América.
Una dictadura militar aupada por el experimento económico liderado por los Chicago boys y vigilado de cerca por los organismos económicos y financieros del mundo.
Después de la dictadura chilena, vendrían ejercicios violatorios de los derechos humanos en Argentina y el resto del cono sur, en dictaduras que aún hoy desvelan especialmente a las llamadas Madres de la Plaza de Mayo en la lejana tierra de Gardel y de Fito Páez.
Conmemorar el 11 de septiembre de 1973 debe servir no sólo para recordar a las víctimas de una dictadura militar como la que puso en marcha el dictador de marras, Pinochet Ugarte, sino para exigir que hechos dolorosos como aquellos y los que se extendieron por tierras cercanas, jamás vuelvan a ocurrir. Vivir en democracia debe servir para ponerle límites muy fuertes a los militares y a aquellos gobiernos civiles, que apoyados en sus fuerzas armadas, restringen libertades y violan los derechos humanos.
Para Colombia, lo sucedido en Chile y en el cono sur debe servir para anular ese perverso imaginario que señala que para salir adelante económicamente, el país necesita de la mano fuerte de una dictadura.
De otro lado, y ya en un hecho prepolítico, el 11 de septiembre de 2001, un simbólico sector financiero de los Estados Unidos fue el objetivo de una acción terrorista.
Así como la dictadura de Pinochet Ugarte en Chile sirvió de ejemplo para que en otros países se violaran los derechos humanos, el ataque a las Torres Gemelas dio vida a una doctrina de seguridad, que sirvió de acicate para que los propios Estados Unidos violaran los derechos humanos en Afganistán y en Irak y apoyara actividades similares en Colombia durante los ocho años de la administración Uribe।
Bajo el escudo de la lucha contra el terrorismo, el mundo pretendió olvidar las diferencias ideológicas, el pensamiento divergente, la pluralidad, la crítica y dejó de reconocer las graves consecuencias que genera en millones de seres humanos el modelo económico neoliberal.
Para el caso colombiano, ese mismo escudo sirvió para orientar una política de seguridad democrática ahistórica, diseñada para atacar a los criminales de las Farc, pero también para perseguir sindicalistas, periodistas e intelectuales críticos de un régimen que se acercó al talante de las reseñadas dictaduras militares del Cono Sur.
Una política de seguridad democrática que sirvió, además, para borrar de un plumazo las circunstancias históricas que justificaron el levantamiento armado de grupos como las Farc y el ELN y que aún se mantienen, sin que ello hoy justifique el accionar criminal con el cual actúan dichos grupos al margen de la ley. Lo cierto es que la ilegitimidad del Estado colombiano se mantiene sin que ello preocupe a líderes políticos, a la clase dirigente, a los partidos políticos y menos aún, a los influyentes medios de comunicación.
Conmemorar estos hechos debe servir en Colombia para exigir a todos los actores políticos armados, respeto a los derechos humanos y a las normas del DIH, incluyendo, por supuesto, al propio Estado. Además también, para exigir que los militares colombianos de verdad se sometan al poder civil.
Un 11 de septiembre de 2010 que debió servir para hacer pedagogía en los medios de comunicación alrededor de la necesidad de elevar el respeto a los derechos humanos a un imperativo suficiente para limitar el poder de un Estado, que como nunca, cuenta con toda la fuerza coercitiva y la capacidad para generar dolor en sus asociados.
Nota: este artículo fue publicado en Aula y Asfalto, espacio digital de la Universidad Central de Bogotá. Edición 206, del 17 de septiembre de 2010. http://www.aulayasfalto.e-pol.com.ar/
3 comentarios:
Uribito:
¡Buena esa!
Luisf.
Hola Germán. Me gustó mucho este artículo tuyo, insertado en hechos distintos a los puramente nacionales y con un tono un poco distante, muy agradable.
Claudia Patricia
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