Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Con la muerte del criminal de las Farc, alias Jojoy, el gobierno de Santos equipara - y para algunos- supera a su antecesor Uribe, en lo que tiene que ver con golpes militares dados a la guerrilla de las Farc.
Con este logro militar vuelven a tomar sentido sentencias que se escucharon con fervor durante la segunda administración de Uribe Vélez: es el fin del fin, las Farc están acabadas.
Es posible que ese triunfalismo nuevamente aparezca en los líderes militares y en voceros del gobierno que al pensar con el deseo, no alcanzan a comprender varios factores que hacen del exterminio de las Farc, una tarea compleja que puede tomar muchos más años.
Como organización criminal, las Farc se vienen soportando cada vez más en vínculos de sangre que se expresan en la militancia de grupos familiares, donde sobresalen tíos, cuñados, compadres, sobrinos y muy seguramente, hijos de comandantes, mandos medios y combatientes rasos.
Ese elemento sanguíneo genera condiciones de lealtad que al ponerse a prueba cada vez que una unidad de guerra de las Farc muere en combate, termina en prácticas de venganza que reproducen y escalan el conflicto porque la guerra es, para muchos farianos, la única opción de vida posible que encontraron en pueblos y veredas donde nunca llegó el Estado, situación que en muchas zonas del país se mantiene inalterable hoy.
Sin duda, golpes como los que ha dado el ejército nacional a las Farc ponen a tambalear sus planes y objetivos militares, pero también se convierten en una oportunidad para muchos de los que vienen escalando posiciones dentro de la organización ilegal. Es decir, las Farc han demostrado capacidad para reajustar las líneas de mando ante pérdidas tan fuertes para ellos, como las de Iván Ríos, Raúl Reyes y la más reciente, la del Mono Jojoy.
Concentrarse en golpear a la cúpula de las Farc resulta a todas luces un objetivo estratégico para el ejército nacional y para el gobierno de Santos, con el ánimo de debilitar el ordenamiento interno de las Farc, provocar luchas intestinas por los forzados relevos y por supuesto, impedir la actuación coordinada entre el Estado Mayor y los frente operativos. Pero de igual manera, demanda un esfuerzo grande en las tropas oficiales y unos costos económicos altos, que hacen que dichos golpes no se puedan dar de manera repetida.
Al tiempo que el Estado colombiano busca acabar con las cabezas visibles de las Farc, debería de insistir en programas sociales, económicos y culturales en zonas de presencia guerrillera, para ir ganando no sólo el respaldo de los ciudadanos, sino para arrebatarle a las Farc un bien preciado: menores, adolescentes y ciudadanos que no tienen otra opción de vida que enrolarse a la agrupación armada ilegal, y que pueden terminar simplemente obligados a ingresar en ella porque no hay otro camino para el desarrollo personal y económico de esos colombianos a los que el Estado y la sociedad aún no reconocen.
Si el Estado colombiano insiste en reducir el conflicto social, político, cultural y económico que hay detrás de la lucha contra las Farc, a una amenaza terrorista, tal y como aparece expresado en la Política Pública de Defensa y Seguridad Democrática (PPDSD), comete el grave error de revisar y de enfrentar esas circunstancias históricas que han justificado el surgimiento de grupos al margen de la ley y de bandas criminales que no necesariamente combaten en nombre de las Farc, pero que sí establecen vínculos económicos con quienes en el Estado Mayor aún creen que es posible ganar la guerra y alcanzar el poder del Estado.
Al tiempo que golpea militarmente a las Farc, el Estado colombiano podría, por ejemplo, iniciar la revisión de las circunstancias contextuales en las que sobreviven millones de colombianos en zonas de frontera y en veredas y parajes de territorios tradicionalmente alejados de los grandes centros urbanos de desarrollo. Estoy hablando de las zonas que hace unos años hacían parte de los territorios nacionales.
Imaginemos un escenario en el que la actual cúpula militar de las Farc es abatida por las fuerzas del Estado. ¿Será el final del conflicto o tan sólo el final de la agrupación fariana? Es posible que los militantes que sobrevivan, terminen en bandas criminales que al servicio de narcos, terratenientes, legales e ilegales, y neoparacos, irán poco a poco transformando condiciones de miseria, de no reconocimiento, de exclusión y de falta de presencia del Estado, en las mejores razones para dar vida a nuevos grupos con pretensiones de poder territorial, en lo local, en lo regional y hasta en lo nacional.
Pensar exclusivamente en la salida militar sirvió a los propósitos reeleccionistas de Uribe. Muy seguramente Santos apelará a la misma estrategia de su antecesor y por ello aupará a las fuerzas militares para que entreguen más y mejores resultados operacionales. Ello, para la pragmática política puede resultar beneficioso, pero para la política de largo plazo, esa que garantiza o aumenta la legitimidad del Estado, resulta inocua pues no se resuelven los problemas de fondo: pobreza, concentración de la riqueza y de la tierra en pocas manos, así como los ya conocidos proyectos agroproductivos que generan inseguridad alimentaria y acaban con la vida de quienes ponen a producir la tierra: los campesinos.
Eliminar integrantes de la cúpula de las Farc golpea, sin duda, a la organización criminal, que rápidamente recompone sus líneas de mando y por esa vía, intenta adaptarse a la estrategia militar que le propone el ejército nacional; pero es recomendable llegar con la mano extendida del Estado para garantizar condiciones de vida digna para hombres, mujeres y niños que sobreviven en condiciones de exclusión en las mismas oscuras selvas en las que hoy se levantó y murió el Mono Jojoy.
Qué tan cerca está el fin del fin de las Farc es un asunto que no puede reducirse a la estrategia militar; hay que imaginar escenarios de posguerra, para empezar desde ahora a tomar decisiones de Estado que minimicen las posibilidades de que surjan muchas y pequeñas bandas de criminales ante una esperada desbandada de farianos, ante ataques feroces como este en el que murió Jorge Briceño o el Mono Jojoy.
Con la muerte del criminal de las Farc, alias Jojoy, el gobierno de Santos equipara - y para algunos- supera a su antecesor Uribe, en lo que tiene que ver con golpes militares dados a la guerrilla de las Farc.
Con este logro militar vuelven a tomar sentido sentencias que se escucharon con fervor durante la segunda administración de Uribe Vélez: es el fin del fin, las Farc están acabadas.
Es posible que ese triunfalismo nuevamente aparezca en los líderes militares y en voceros del gobierno que al pensar con el deseo, no alcanzan a comprender varios factores que hacen del exterminio de las Farc, una tarea compleja que puede tomar muchos más años.
Como organización criminal, las Farc se vienen soportando cada vez más en vínculos de sangre que se expresan en la militancia de grupos familiares, donde sobresalen tíos, cuñados, compadres, sobrinos y muy seguramente, hijos de comandantes, mandos medios y combatientes rasos.
Ese elemento sanguíneo genera condiciones de lealtad que al ponerse a prueba cada vez que una unidad de guerra de las Farc muere en combate, termina en prácticas de venganza que reproducen y escalan el conflicto porque la guerra es, para muchos farianos, la única opción de vida posible que encontraron en pueblos y veredas donde nunca llegó el Estado, situación que en muchas zonas del país se mantiene inalterable hoy.
Sin duda, golpes como los que ha dado el ejército nacional a las Farc ponen a tambalear sus planes y objetivos militares, pero también se convierten en una oportunidad para muchos de los que vienen escalando posiciones dentro de la organización ilegal. Es decir, las Farc han demostrado capacidad para reajustar las líneas de mando ante pérdidas tan fuertes para ellos, como las de Iván Ríos, Raúl Reyes y la más reciente, la del Mono Jojoy.
Concentrarse en golpear a la cúpula de las Farc resulta a todas luces un objetivo estratégico para el ejército nacional y para el gobierno de Santos, con el ánimo de debilitar el ordenamiento interno de las Farc, provocar luchas intestinas por los forzados relevos y por supuesto, impedir la actuación coordinada entre el Estado Mayor y los frente operativos. Pero de igual manera, demanda un esfuerzo grande en las tropas oficiales y unos costos económicos altos, que hacen que dichos golpes no se puedan dar de manera repetida.
Al tiempo que el Estado colombiano busca acabar con las cabezas visibles de las Farc, debería de insistir en programas sociales, económicos y culturales en zonas de presencia guerrillera, para ir ganando no sólo el respaldo de los ciudadanos, sino para arrebatarle a las Farc un bien preciado: menores, adolescentes y ciudadanos que no tienen otra opción de vida que enrolarse a la agrupación armada ilegal, y que pueden terminar simplemente obligados a ingresar en ella porque no hay otro camino para el desarrollo personal y económico de esos colombianos a los que el Estado y la sociedad aún no reconocen.
Si el Estado colombiano insiste en reducir el conflicto social, político, cultural y económico que hay detrás de la lucha contra las Farc, a una amenaza terrorista, tal y como aparece expresado en la Política Pública de Defensa y Seguridad Democrática (PPDSD), comete el grave error de revisar y de enfrentar esas circunstancias históricas que han justificado el surgimiento de grupos al margen de la ley y de bandas criminales que no necesariamente combaten en nombre de las Farc, pero que sí establecen vínculos económicos con quienes en el Estado Mayor aún creen que es posible ganar la guerra y alcanzar el poder del Estado.
Al tiempo que golpea militarmente a las Farc, el Estado colombiano podría, por ejemplo, iniciar la revisión de las circunstancias contextuales en las que sobreviven millones de colombianos en zonas de frontera y en veredas y parajes de territorios tradicionalmente alejados de los grandes centros urbanos de desarrollo. Estoy hablando de las zonas que hace unos años hacían parte de los territorios nacionales.
Imaginemos un escenario en el que la actual cúpula militar de las Farc es abatida por las fuerzas del Estado. ¿Será el final del conflicto o tan sólo el final de la agrupación fariana? Es posible que los militantes que sobrevivan, terminen en bandas criminales que al servicio de narcos, terratenientes, legales e ilegales, y neoparacos, irán poco a poco transformando condiciones de miseria, de no reconocimiento, de exclusión y de falta de presencia del Estado, en las mejores razones para dar vida a nuevos grupos con pretensiones de poder territorial, en lo local, en lo regional y hasta en lo nacional.
Pensar exclusivamente en la salida militar sirvió a los propósitos reeleccionistas de Uribe. Muy seguramente Santos apelará a la misma estrategia de su antecesor y por ello aupará a las fuerzas militares para que entreguen más y mejores resultados operacionales. Ello, para la pragmática política puede resultar beneficioso, pero para la política de largo plazo, esa que garantiza o aumenta la legitimidad del Estado, resulta inocua pues no se resuelven los problemas de fondo: pobreza, concentración de la riqueza y de la tierra en pocas manos, así como los ya conocidos proyectos agroproductivos que generan inseguridad alimentaria y acaban con la vida de quienes ponen a producir la tierra: los campesinos.
Eliminar integrantes de la cúpula de las Farc golpea, sin duda, a la organización criminal, que rápidamente recompone sus líneas de mando y por esa vía, intenta adaptarse a la estrategia militar que le propone el ejército nacional; pero es recomendable llegar con la mano extendida del Estado para garantizar condiciones de vida digna para hombres, mujeres y niños que sobreviven en condiciones de exclusión en las mismas oscuras selvas en las que hoy se levantó y murió el Mono Jojoy.
Qué tan cerca está el fin del fin de las Farc es un asunto que no puede reducirse a la estrategia militar; hay que imaginar escenarios de posguerra, para empezar desde ahora a tomar decisiones de Estado que minimicen las posibilidades de que surjan muchas y pequeñas bandas de criminales ante una esperada desbandada de farianos, ante ataques feroces como este en el que murió Jorge Briceño o el Mono Jojoy.
2 comentarios:
Totalmente de acuerdo. La cuestión es saber si la élites económicas colombianas, es decir, los dueños del capital y de la tierra están dispuestos a practicar la justicia social y la solidaridad. Como dicen los brasileros: Eu pago para ver. El ciego dijo amanecerá y veremos, obviamente amaneció y no vio.... Tal vez, por la misma razón de no estar ciego, yo no vislumbro ese nuevo amanecer.
No veo indicios de que las élites colombianas estén tomando medidas para construir una unidad nacional, una nación unida en torno a un proyecto de sociedad inclusiva. No veo hechos concretos que evidencien una doble tomada de consciencia, por parte de los poderosos; la primera, la auto-consciencia de su carácter ignorante, retrogrado y oscurantista; la segunda, la consciencia de que fracasó el proyecto de estado-nación bicentenario. Fundado en la fuerza de las armas este "proyecto" de nación que como pueblo nos mantiene inmersos en la ignorancia, el hambre y la barbarie.
En síntesis, no hay un después: el fin del fin no deviene ya qué un circulo vicioso no tiene fin.
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