Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
La discusión alrededor de prohibir o no el espectáculo taurino que adelantan los magistrados de la Corte Constitucional, debería de alimentar reflexiones en actores de la sociedad civil, en torno del papel que el ser humano ocupa en la cadena trófica, si miramos que hay prácticas culturales que legitiman ese papel preponderante y dominante que se desprende de su gran capacidad de modificar el entorno y adaptarlo para su beneficio, lo que le permite decidir quién vive y de qué modo.
La llamada fiesta brava exhibe esa capacidad del ser humano de modificar y dominar el entorno natural, encubriendo su arrogancia y capacidad de hacer daño a otros animales, en una práctica cultural que muchos insisten en que es perenne, connatural al comportamiento social justamente porque está arraigada en la cultura. Nada más falaz. Hay prácticas culturales que pueden modificarse porque la cultura misma es dinámica, histórica y adaptativa. Está en la voluntad humana la posibilidad de cambiar todo aquello que culturalmente puede estar aceptado, pero que no invalida la posibilidad de someterlo a discusión, a revisión e incluso, como en el caso de Cataluña, llegar a prohibirse el espectáculo de matar toros en una plaza atiborrada de gente.
En el fondo, la discusión sobre si debe o no prohibir el espectáculo taurino debe pasar por el lugar que el ser humano debe, quiere y desea ocupar en este mundo. La discusión no puede girar en torno a la legitimidad de un espectáculo abiertamente violento (simbólica y físicamente) que sólo exacerba ese rol dominante del que el ser humano ha hecho mal uso, hasta generar condiciones ambientalmente desfavorables tanto para él mismo, como para otras especies y claro, para el propio entorno natural.
Como práctica sociocultural, la fiesta brava bien puede modificarse para que en el mediano plazo pueda llegar a prohibirse. Si triunfan los principios de tradición histórica y diversidad cultural, expuestos al parecer en ponencia que se discute al interior de la Corte Constitucional, la cultura, como fenómeno humano, dinámico y vivo, puede adquirir ese carácter perverso que la hará ver como una condena, como una condición inmodificable, que terminará validando cualquier conducta y acción humana porque obedece a la presencia de aquellos dos principios.
Ojalá los magistrados de la Corte Constitucional abran la discusión al quehacer humano en sociedad, sostenido en una cultura o en prácticas culturales que pueden y deben ser revisadas y cuestionadas, pues en condiciones societales complejas como las de Colombia, bien valdría la pena prohibir para ir cerrándole el paso a prácticas violentas, que al hacerse públicas, terminan validando y legitimando la violencia, asociada a ese carácter dominante y autoritario de un ser humano que cayó en el mundo, y que aún se muestra incapaz de develar para dónde va.
Los espectáculos públicos que como la fiesta brava cuentan con la atención de los medios masivos de comunicación, solidifican esa arrogancia con la cual el ser humano se posa sobre sus propios congéneres y sobre otras especies. Esa misma jactancia y soberbia humanas son las que terminan justificando la muerte porque ella misma está en la cultura, en la tradición histórica, porque siempre ha sido así.
Para enfrentar el principio de la diversidad cultural, expuesto en defensa del señalado espectáculo, hay que exhibir y exponer un principio superior: la vida, tanto de los animales, como de los seres humanos, como de los entornos naturales, es sagrada.
Adenda: con la muerte del decano de economía y profesor Eber Mosquera, de la Universidad Santiago de Cali, no sólo se pone en evidencia la incapacidad del Estado, en todos sus órdenes, de salvaguardar la vida y honra de sus asociados. Detrás del crimen hay también una cultura de la muerte alimentada por fenómenos de exclusión, que a su vez, responden a valores y principios de una cultura dominante que descubre y exhibe las características más perversas que puede llegar a desarrollar el ser humano. No vaya a ser que el homicidio empiece a ser visto como una tradición, como parte de la cultura de la ciudad, y por ese camino, termine invalidando la revisión de asuntos como la responsabilidad social, la educación y la exclusión, entre otros.
La discusión alrededor de prohibir o no el espectáculo taurino que adelantan los magistrados de la Corte Constitucional, debería de alimentar reflexiones en actores de la sociedad civil, en torno del papel que el ser humano ocupa en la cadena trófica, si miramos que hay prácticas culturales que legitiman ese papel preponderante y dominante que se desprende de su gran capacidad de modificar el entorno y adaptarlo para su beneficio, lo que le permite decidir quién vive y de qué modo.
La llamada fiesta brava exhibe esa capacidad del ser humano de modificar y dominar el entorno natural, encubriendo su arrogancia y capacidad de hacer daño a otros animales, en una práctica cultural que muchos insisten en que es perenne, connatural al comportamiento social justamente porque está arraigada en la cultura. Nada más falaz. Hay prácticas culturales que pueden modificarse porque la cultura misma es dinámica, histórica y adaptativa. Está en la voluntad humana la posibilidad de cambiar todo aquello que culturalmente puede estar aceptado, pero que no invalida la posibilidad de someterlo a discusión, a revisión e incluso, como en el caso de Cataluña, llegar a prohibirse el espectáculo de matar toros en una plaza atiborrada de gente.
En el fondo, la discusión sobre si debe o no prohibir el espectáculo taurino debe pasar por el lugar que el ser humano debe, quiere y desea ocupar en este mundo. La discusión no puede girar en torno a la legitimidad de un espectáculo abiertamente violento (simbólica y físicamente) que sólo exacerba ese rol dominante del que el ser humano ha hecho mal uso, hasta generar condiciones ambientalmente desfavorables tanto para él mismo, como para otras especies y claro, para el propio entorno natural.
Como práctica sociocultural, la fiesta brava bien puede modificarse para que en el mediano plazo pueda llegar a prohibirse. Si triunfan los principios de tradición histórica y diversidad cultural, expuestos al parecer en ponencia que se discute al interior de la Corte Constitucional, la cultura, como fenómeno humano, dinámico y vivo, puede adquirir ese carácter perverso que la hará ver como una condena, como una condición inmodificable, que terminará validando cualquier conducta y acción humana porque obedece a la presencia de aquellos dos principios.
Ojalá los magistrados de la Corte Constitucional abran la discusión al quehacer humano en sociedad, sostenido en una cultura o en prácticas culturales que pueden y deben ser revisadas y cuestionadas, pues en condiciones societales complejas como las de Colombia, bien valdría la pena prohibir para ir cerrándole el paso a prácticas violentas, que al hacerse públicas, terminan validando y legitimando la violencia, asociada a ese carácter dominante y autoritario de un ser humano que cayó en el mundo, y que aún se muestra incapaz de develar para dónde va.
Los espectáculos públicos que como la fiesta brava cuentan con la atención de los medios masivos de comunicación, solidifican esa arrogancia con la cual el ser humano se posa sobre sus propios congéneres y sobre otras especies. Esa misma jactancia y soberbia humanas son las que terminan justificando la muerte porque ella misma está en la cultura, en la tradición histórica, porque siempre ha sido así.
Para enfrentar el principio de la diversidad cultural, expuesto en defensa del señalado espectáculo, hay que exhibir y exponer un principio superior: la vida, tanto de los animales, como de los seres humanos, como de los entornos naturales, es sagrada.
Adenda: con la muerte del decano de economía y profesor Eber Mosquera, de la Universidad Santiago de Cali, no sólo se pone en evidencia la incapacidad del Estado, en todos sus órdenes, de salvaguardar la vida y honra de sus asociados. Detrás del crimen hay también una cultura de la muerte alimentada por fenómenos de exclusión, que a su vez, responden a valores y principios de una cultura dominante que descubre y exhibe las características más perversas que puede llegar a desarrollar el ser humano. No vaya a ser que el homicidio empiece a ser visto como una tradición, como parte de la cultura de la ciudad, y por ese camino, termine invalidando la revisión de asuntos como la responsabilidad social, la educación y la exclusión, entre otros.
4 comentarios:
Completamente de acuerdo se alimenta la cultura de la intolerancia siendo altamente complejo para la convivencia
Saludos cordiales,
martha
Gracias Germán por esta bella reflexión…
Saludos
Magdalena
No había leído esta reflexión y te felicito de corazón, no podíamos estar más de acuerdo. Hay espectáculos y costumbres que solo contribuyen a la legitimación de la violencia y del exterminio. Pobres animales sometidos a la crueldad de algunos!!
Claudia Patricia
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