Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Hace unos días un patrullero de la Policía Nacional asesinó a Clisman Eduardo Túquerres, joven habitante del corregimiento de La Buitrera, en las goteras de Cali. El execrable hecho, que se suma a otros de igual o menor importancia, debe llamar la atención de la cúpula de la institución armada, así como de los entes defensores de los derechos humanos, como del Gobierno de Santos y del Estado mismo, alrededor de lo que hay detrás de este comportamiento y de otros que involucran a miembros de la fuerza pública colombiana en general, y en particular, a los policiales.
Hace ya varios meses un miembro de la Policía Nacional en Bogotá, hizo lo mismo con Diego Felipe Becerra, presentado por la prensa como el ‘joven grafitero’. El resultado no puede resultar más desalentador y aterrador: Túquerres y Becerra, ambos jóvenes, asesinados por policías. Con el agravante de que para el caso del joven Becerra, varios policías, incluyendo oficiales superiores del patrullero Wilmer Alarcón, quien disparó, modificaron la escena del crimen para engañar a la Fiscalía y a la sociedad en general, frente a lo que claramente fue un asesinato.
Baste con estos casos para exponer que en la fuerza pública de Colombia puede estarse dando y construyendo, de tiempo atrás, cierta animadversión hacia los jóvenes que protestan bien a través de la pintura de un graffiti, o actúan dentro de pandillas en ciudades como Cali, e incluso, dentro de las dinámicas de barras bravas de fútbol, o para el caso del joven Clisman Túquerres, que al exigirle al Policía que respetara a su hermano menor, desencadenó la furia del uniformado, quien finalmente le disparó y lo mató. Por ese camino, estamos, entonces, ante un evidente desprecio de la condición civil, en especial de la de ser joven, por parte de miembros de la Policía Nacional que han tergiversado el carácter de la institución policial.
La Carta Política en su capítulo 7, de la fuerza pública, artículo 218, señala cuál es el carácter de la Policía. “La Policía Nacional es un cuerpo armado permanente de naturaleza civil, a cargo de la Nación, cuyo fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz”.
Algunos miembros de la Policía Nacional pueden estar sufriendo una suerte de militarización de su ánimo civil, que los lleva a tergiversar el espíritu que la Constitución les señala, y que finalmente les exige servir a la comunidad, acompañar a sus miembros para actuar conforme a la ley en ambientes de convivencia y respeto.
Mientras se adelantan las pesquisas que aclaren las circunstancias que motivaron al policía a que disparara contra el joven Túquerres, sería de gran ayuda que la Dirección General de la Policía Nacional se pusiera al frente de este nuevo caso de intolerancia y de abuso de autoridad, para garantizar pronta verdad, justicia y reparación; pero también, mandaría un mensaje de tranquilidad a la sociedad si la propia Dirección de la Policía Nacional revisa los procedimientos y las condiciones de reclutamiento y de permanencia de los policiales en la institución. Este asunto debe hacerse público, con la vigilancia de cerca de organismos de control (Ministerio Público) y actores de la sociedad civil.
Resulta inaceptable que miembros de esta fuerza actúen como lo hicieron dos de sus miembros y que produjeron la muerte de los jóvenes Becerra y Túquerres, en circunstancias de abierta intolerancia, de exceso en el uso de la fuerza y de claras manifestaciones homicidas en quienes están para defender la vida de los civiles. Decir que se trata de hechos aislados no retira las dudas alrededor de que dichos comportamientos obedezcan a una política institucional y a una visión generalizada en torno a la condición de ser joven, de ser civil, en Colombia.
Resulta urgente que la Policía Nacional revise no sólo los procesos de reclutamiento, sino la cualificación del personal adscrito a la fuerza, en aras de formarlos de manera distinta, haciéndoles entender que el uniforme que portan simboliza un proceso civilizatorio aupado por el Estado, en la medida en que crea una fuerza armada con carácter civil, para mejorar la convivencia y no para asesinar a los jóvenes de una sociedad que ya tiene suficientes incertidumbres, como para sumarle otra, que se expresa en la siguiente frase: ahora, además de defendernos de ladrones y de bandas criminales, toca protegernos de la Policía. Sería gravísimo.
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